Un recorrido por lo fake en el arte contemporáneo

«Esta sensación de engaño es demasiado real»
The Platters [1]

En dos cartas escritas a sendos amigos en 1871, el joven Arthur Rimbaud repite una enigmática máxima: «Yo es otro» [2]. Escribe crispado, especialmente en la que dirige a Georges Izambard, ante la noticia de que su mentor retoma el trabajo como profesor, mientras él se halla inmerso en una existencia errática, entregado al devaneo alcohólico, a la indigencia y también, a la poesía. Rimbaud se arroga el papel de mártir de una nueva causa estética: la realidad moderna es de tal naturaleza que, para ser expresada, exige que el poeta renuncie a poseer una identidad fija, una autenticidad originaria. Ha de educar la autorrenuncia, y bucear en la alteridad sin lastre alguno, como un médium cuya única rémora de voluntad es la de dar expresión, producir símbolos de experiencia.

El paradigma romántico del sujeto creador había generado una aberrante contrapartida: lo que podría llamarse ideario bohemio, la primera subcultura juvenil en la historia de la modernidad occidental. Y es que en el fondo, para un bohemio la autenticidad y la originalidad eran pesadas limitaciones, signos de una coherencia y un dominio de sí propios de una concepción burguesa de la responsabilidad de la que éstos huían como de una autoritaria reprimenda paterna.

Desde finales del XIX, este deseo de “ser otro” se integra dentro del programa de las vanguardias artísticas. Manifiesto tras manifiesto, podemos rastrear en estas nuevas erupciones estéticas la abominación de la idea del artista como autor, como creador exclusivo de una obra original y sacrosanta que respetar y mantener incólume, aislada de los avatares mundanos. Por el contrario, el territorio de las artes iba a servir en adelante como esparcimiento para todo tipo de devaneos de la identidad y cuestionar cualquier idea de autoridad preconcebida. Marcel Duchamp llega a inventarse un alter ego, para más INRI, femenino: la celebérrima Rrose Sélavy fotografiada por Man Ray, dama algo díscola y gamberra, la firmante de readymades como Fresh Widow (1920), Why Not Sneeze Rrose Sélavy? (1921), Belle Haleine Eau de Voilette (1921) o la película Anemic Cinema (1926). Al respecto, Duchamp arguye «No fue para cambiar de identidad, sino para tener dos personalidades» [3]. En un sentido más privado y menos lúdico, Claude Cahun se traviste ante la cámara, utilizando la fotografía para invocar y vindicar sus fluctuantes identidades sexuales.

YASUMASA MORIMURA. Daughter of Art History (Princess A), 1990.

YASUMASA MORIMURA. Daughter of Art History (Princess A), 1990.

Este ideario táctico habría de verse profundamente trastocado por el crecimiento de la industria musical, del ocio y las telecomunicaciones desde la segunda mitad del siglo XX. Todo ello traería consigo el advenimiento de la cultura pop, así como un nuevo modelo de ejercicio del poder mediante la provisión de experiencia afectiva, al que Guy Debord daría el nombre de Sociedad del Espectáculo [4]. Progresivamente, los mecanismos de consumo capitalistas adoptaron ciertas características (el acceso gratuito a información mediante la reproducción telemática, el deseo de cambio y esparcimiento de la personalidad como motor de consumo, la constante reinterpretación de los signos culturales en pos de la creación de nuevas tendencias y modas) que parecían integrar el deseo de deslocalización de la identidad que hasta entonces pertenecía al pensamiento resistente de las vanguardias. Es entonces cuando el arte se vuelca sobre la cultura pop, en parte fascinado por las posibilidades identitarias que ésta ofrece, en parte pertrechándose de un posicionamiento crítico. Mientras John Cage multiplica las posibilidades del arte y la música en sus happenings bajo la máxima «todo yo fuera del camino» [5], Warhol y sus acólitos de la Factory juegan a convertir la personalidad en una bola de espejos, y los situacionistas franceses tergiversan fotonovelas convirtiéndolas en panfletos revolucionarios. En la encrucijada entre la deslocalización intencionada del arte y la naturaleza mestiza y exhibicionista del rock’n’roll surge una estirpe de grandes fingidores cuya estela llega hasta nuestros días: el imprevisible Dylan, el camaleónico Bowie, los androides Kraftwerk, los clónicos Ramones; Madonna, Lady Gaga… La reinvención y la parodia siguen en la actualidad creciendo exponencialmente, hasta ofuscar toda brizna de personalidad originaria en el Olimpo del star system.

Volvamos no obstante al objeto de estudio de este texto, el arte de tradición vanguardista, y a sus evoluciones posteriores a la década de 1970, ya que es a partir de este momento en el que podemos comenzar a hablar de lo fake en toda su amplitud. En un producto fake lo falsario no funciona simplemente como vector de deslocalización de la identidad del artista o de la interpretación del espectador, sino que proviene de la intención consciente y programática de ser malinterpretado, como construcción cultural perversa. Y tal circunstancia sólo pudo darse cuando los códigos simbólicos del arte y las industrias populares alcanzaron un potencial de permutación abrumador.

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En los Untitled Film Stills (1977-1980) -fotografías en las que Cindy Sherman se autorretrata recreando las poses, vestuarios, escenarios e incluso encuadres típicos del cine negro y de serie b de los años 40, 50 y 60- la artista presupone en el espectador la capacidad de reconocer la miscelánea simbólica a la que ella se está refiriendo. Desde ese reconocimiento previo, plantea sutilmente una reflexión sobre los estereotipos femeninos en las películas clásicas de Hollywood. Yasumasa Morimura plantea una estrategia parecida, esta vez hacia la historia del arte, en sus trabajos a partir de 1990, en los que se fotografía convertido en Menina, en la Olympia de Manet, o en la mismísima Rrose Sélavy. Asimismo, Sherrie Levine desarrolla en 1979 el proyecto After Walker Evans, en el que re-fotografía las instantáneas que el citado Evans hiciese de familias de aparceros norteamericanos durante la Gran Depresión. Aunque desde una óptica distinta a la de Cindy Sherman, Levine también presupone al espectador un conocimiento previo de las imágenes y con ello, cuestiona el valor icónico y desvela las claves ideológicas que habrían mediado en la asunción histórica de dichas instantáneas. Las imágenes son exactamente las mismas y sin embargo, son radicalmente otras.

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Estos trabajos son sintomáticos del posicionamiento estratégico en el que, grosso modo, se ha movido el arte fake de los últimos treinta años, esto es: la apropiación de los códigos simbólicos, los mecanismos de mediatización e historización de la información en principio poseídos y ejercitados por el poder en cualquiera de sus agencias. En gran medida esta apropiación se ha dado desde una perspectiva subversiva, juzgando el artista que en dicha mediatización anida una falsedad interesada y empobrecedora de la subjetividad, y desarrollando éste a su vez un producto «más falso que lo falso» [6], según la expresión de Jean Baudrillard, que pretendería un desvelamiento por saturación de la tramoya de la cultura. Así ocurre en los casos de Sherman, Morimura o Levine, que al re-exponernos al signo como en un dejà vu, algo deforme y ajado al repetirse, nos despiertan de un ensimismamiento por el cual obviábamos los subterfugios ideológicos que subyacen en el medio. La crítica puede también ser más directa y grandilocuente, focalizarse en la mentira que subyace en la promesa de esparcimiento, de vuelo libre de la identidad que ofrece el espectáculo capitalista, arrebatándonos del encantamiento con la agresividad del shock. En este sentido puede ser leída la obra de Joan Fontcuberta, experimentos televisivos transidos de la influencia de Orson Welles como La Seducción del Caos (1992) de Basilio Martín Patino, o montajes como Cesky Sen (2004) de Vít Klusák y Filip Remunda, que pusieron a la población checa en vilo mediante una exuberante campaña publicitaria anunciando una nueva cadena de hipermercados que nunca iba a existir. Aunque la voluntad crítica tampoco es condición sine qua non en el producto fake: bajo el nombre de Dance&Disco, Ana Laura Aláez montó en 2000 un after en el Museo Reina Sofía, y resulta dudoso que el público asistente se dedicase a valorar en profundidad las implicaciones críticas del evento. También lo fake puede ser celebración, lúdico cinismo ante la pérdida irremisible del sentido.

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Hoy en día la falsedad, el plagio, la cita de segunda o cuarta mano están a la orden del día en el contexto del arte, tanto o más que en cualquier otro ámbito de la vida cotidiana. A ello ha contribuido decisivamente la accesibilidad de las herramientas tecnológicas, que nos permiten sobrevolar la erudición tirando de Wikipedia, samplear cualquier tema de la historia de la música o remontar paródicamente los más diversos materiales audiovisuales. Todos estamos capacitados para la práctica del détournement situacionista, una coyuntura cuyas ventajas son innegables, y cuyos inconvenientes no ha lugar juzgar aquí. Sin embargo, cuando un producto cultural se postula como fake, está intentando ir más allá. Pensemos que, en este mundo plagado de incertidumbres y vaguedades, todavía desde los medios se apela regularmente a nuestra personalidad, se nos halaga llamándonos “auténticos”, normalmente para vendernos una mercancía (experiencia consumible) cuya adquisición (vivencia) pasa por refrendar dicha autenticidad nuestra. Después de hacerse posible, y aun de generalizarse –si bien despolitizada, desclasada- la diáspora de la identidad que buscara Rimbaud, el fantasma de la personalidad fuerte y estable continúa en el centro de nuestros intercambios afectivos como una convención subconsciente, como un vacío que el espectáculo se encarga de colmar –nunca lo suficiente. Por el contrario, lo fake pretende hacer uso activo de la mediación, apropiarse de los códigos para, precisamente, hacerlos propios. Antes que tergiversar, emborronar o echar a perder la mediación, lo fake pretende producir su propio contenido que colme el vacío de la identidad, revertir el sentido del flujo de la información y protagonizar la construcción de la subjetividad bajo sus propios parámetros. Quizá, un nuevo comportamiento “auténtico”, con humor y voluntad de -así sí- ser otro, y ser con los otros. En definitiva, según los Platters, el Gran Fingidor «finge que tú aún estás a su lado».


Notas

[1] ↑ “Too real is this feeling of make believe”, en The Great Pretender (The Platters). Letra y música de Buck Ram. Mercury, 1955.

[2] ↑ RIMBAUD, A. Cartas del Vidente. http://www.lamaquinadeltiempo.com/Rimbaud/cartasvid.htm

[3] ↑ TOMKINS, C. Duchamp. Ed. Anagrama, Barcelona 2006. P. 258

[4] ↑ Cfr. DEBORD, G. La Sociedad del Espectáculo. Ed. Pre-Textos, Valencia 1999.

[5] ↑ CAGE, J. Silence. Wesleyan University Press. Middletown, Connecticut 1967, p. 126.

[6] ↑ Cfr. BAUDRILLARD, J. Las Estrategias Fatales. Ed. Anagrama, Barcelona 1997.


El autor

JAVIER AQUILUÉ

JAVIER AQUILUÉ

Javier Aquilué (Huesca, 1978) es Doctor en Bellas Artes por la Universidad de Castilla La Mancha. Compagina su trabajo artístico (que oscila entre la pintura realista y lo conceptual) con la pertenencia al grupo musical Kiev cuando nieva y a la asociación cultural En vez de nada. También ha escrito sobre arte, música y sus intersecciones, comisariado exposiciones como PAS(t)TO(o)R(e)AL para el festival Periferias 2007, e ilustrado libros y portadas de discos para músicos como Copiloto o Roldán.