– ¿Por qué están los Estados alterados? –inquirió Salil, inquieto por los últimos acontecimientos.
– Porque siempre hay algún otro que los atraviesa. –dijo Muna, enigmática, envuelta en su muselina blanca. Parecía que hablara desde una nube.
Salil quedó algo desconcertado, pero al cabo de meditar sus palabras, preguntó: –Pero entonces, si siempre ha sido así, ¿los Estados no existen?
– Existen, pero son una ilusión. El único Estado no ilusorio es el estado Alterado, pues es el que muestra el verdadero Ser. –contestó Muna con una contundencia que no parecía humana.
Yusif Ibn ‘Abd el-Krem
Fragmento apócrifo de Diálogos con la alteridad, s. XVI
Freud trazó una breve genealogía de las heridas que la ciencia ha infligido al narcisismo de la Humanidad. La primera fue la ruptura de la configuración del universo por obra de Copérnico: la Tierra ya no ocupaba el lugar central del cosmos. La segunda, la subversión del origen de las especies por parte de Darwin: los privilegios creacionistas del ser humano se vinieron abajo. Para la última recordemos sus palabras:
“todavía espera a la megalomanía humana una tercera y más grave mortificación cuando la investigación psicológica moderna consiga totalmente su propósito de demostrar al Yo que ni siquiera es dueño y señor en su propia casa, sino que se haya reducido a contentarse con escasas y fragmentarias informaciones sobre lo que sucede fuera de su conciencia en su vida psíquica”[1].
Parece ser que todavía nos hallamos debatiéndolo, lamiéndonos la herida supurante. El problema no se resuelve con una mera acumulación de pruebas ni con demostración científica alguna, sino que de lo que se trata es del desarrollo psicológico y espiritual de la humanidad. Desde la enunciación freudiana, todas las psicologías, excepto algunas excepciones, reconocen y se basan en dicha premisa. Pese a ello, apenas hemos tomado noticia al respecto. Tenemos el conocimiento, pero no nos abrimos ni a la experiencia ni al cambio que de ella podría derivar. Además, muchos de los que lo tienen lo explotan en propio beneficio, como suele ocurrir con demasiada frecuencia en occidente en asuntos psicológicos, por ejemplo en el campo de la publicidad y en las relaciones públicas, que todo lo deglute, para el sostenimiento de la dinámica del consumo. Paradójicamente, incluso el psicoanálisis contribuyó a esta perversión. Todavía nos encontramos en el siglo del yo.
Diversos autores han radicalizado el planteamiento de Freud. El elemento central de todas estas propuestas, por encima de sus diferencias y matices, es la subversión del sujeto cartesiano. El yo no es dueño y señor en su propia casa, es decir, en la consciencia, lo cual significa que en la psique hay otros, otros sujetos que no son el yo. Ello supone el derrocamiento del totalitarismo de una pretendida razón única emergida con la Ilustración. Lacan lo dice claramente: “el inconsciente es ese sujeto ignorado por el yo (…) Literalmente, el yo es un objeto”[2]. Antes que él, Jung desarrolla este planteamiento a lo largo de toda su obra: “el alma del hombre no es sólo un objeto de la Medicina entendida como ciencia natural, no es sólo el enfermo, sino también el médico, no es sólo el objeto, sino también el sujeto”[3]. Ello le conducirá finalmente a una propuesta aparentemente contradictoria: que la mejor forma de caracterizar a lo inconsciente es como una “consciencia múltiple”[4]. Lo inconsciente es una realidad objetiva que se comporta como subjetiva, tal y como muestran los fenómenos de la psicopatología, de los sueños, de diversos estados alterados de consciencia o de la creatividad y el arte. De hecho, en la propia consciencia podemos encontrar sin dificultad una gradación de contenidos que va de la inconsciencia a la autoconsciencia. El yo vive escindido y desmembrado en una psique que le rebasa por todos lados, soportando a duras penas cambios de humor que no comprende y haciendo cosas sin saber por qué, resistiéndose a admitir que la psique es, como la define Hillman, policéntrica, una “comuna interior” en la que la disociabilidad es algo inherente y no patológico[5]. Lo patológico es en verdad la obsesión del yo por la preservación de su poder. Precisamente por ello dice Jung que el alma (psychē) del hombre no sólo es el enfermo, sino también el médico, pues los síntomas y los símbolos, productos de los sujetos de lo inconsciente, suponen la vía de curación del totalitarismo yoico.
La disociación de la personalidad es un fenómeno de la psicología normal. ¿Quién está dispuesto a afirmar que es una persona íntegra (que no carece de ninguna de sus partes) en todas las dimensiones de su vida? Pensemos en nuestros secretos, en las filias y fobias que no nos reconocemos ni a nosotros mismos, o en los contrastes entre nuestros roles sociales ejercidos en el ámbito de la familia, en el trabajo, con los amigos o con los desconocidos. ¿Sencillamente ejercemos un mero papel esperado por los demás, o más bien van brotando en nosotros, con el transcurrir del tiempo –en unas horas o en una década, por ciclos repetitivos o sin vuelta atrás–, diferentes personas? Un día, de repente, nos puede asaltar una emoción extraña, un comportamiento inesperado o un modo inédito de ver algo o a alguien, o incluso al mundo entero: el universo se ha transmutado. Los otros hacen sonar las cuerdas de los otros interiores, de nuestros monstruos y de nuestros ángeles. O, tal vez, son en verdad ellos quienes nos poseen y nos hacen vibrar con los demás. Nos ponen “fuera de sí”, “locos” de amor o de contentos, nos hacen “no caber en nosotros mismos”, “explotar” de alegría, de rabia o de tristeza. Y si así no ocurre, algo va mal.
– ¿Qué te ocurre hoy?
– Pues no lo sé chico.
– Joder, pareces otro.
Ángeles y demonios, musas y espíritus, dioses y monstruos. ¿No son acaso viejos conocidos de la humanidad? Tal vez la tercera gran afrenta al narcisismo humano no sea tan novedosa. Quizá sí en la forma, pero puede que no tanto en el fondo (a veces los hombres y las mujeres de diferentes épocas nombran de formas muy distintas fenómenos muy parecidos, aunque ahora la moda sea decir que es el lenguaje el que moldea, prácticamente en soledad, la percepción de la realidad). Llevamos milenios relacionándonos personalmente con esos seres en el florido universo mítico y ritual humano. Devenir dios, devenir animal, devenir planta, o incluso piedra. El pasado no sólo está inscrito en el cuerpo, sino también en el alma. Pero hoy la opinión común, precipitado del trabajo realizado por unos pocos siglos de racionalismo, tiende a considerar primitivas e infantiles estas experiencias descritas por historiadores, etnólogos o antropólogos y que a día de hoy se siguen practicando. Sólo con la llegada de las Luces la humanidad comenzó a emerger de su sueño oscurantista e infantil, ese ingenuo delirio alucinatorio derivado de la falta de conocimiento de sí mismo y de su entorno. No obstante, esta perspectiva no ha conseguido erradicar ni el mito ni el ritual de nuestro mundo ni, menos todavía, la experiencia de los otros, aunque ésta pueda permanecer curiosamente negada. La comuna interior, con sus síntomas, sueños y fantasías, se ríe y juega con nosotros. Nuestro universo tecnológico y virtual rebosa de esta experiencia aunque se produzca con una menor intensidad, y en algunos casos en su versión siniestra, si se la compara con la del universo mítico “clásico”: la monstruosa super-fantasía del cosmos publicitario que sostiene al consumismo y al capitalismo; el desdoblamiento de la personalidad en las redes sociales y en los reality shows, incluido el reality de la política; la sublimación ritualizada de la agresividad en el fútbol y los deportes; la disolución del yo en conciertos y festivales, más acentuado si cabe en los de música electrónica; la ingente mitología que emerge en las películas y en la literatura; el sueño total cristalizado en la pantalla que supone Internet. En todos estos fenómenos experimentamos la vida de los otros. De hecho, la experimentamos probablemente con mucha mayor frecuencia que en siglos pasados, cuando ésta estaba restringida a un espacio-tiempo muy específico. Lo sagrado, el culto al Otro, se ha diluido en lo cotidiano, impregnándolo todo silenciosa y atenuadamente, pero con una omnipresencia de la que no somos conscientes. Es como si las Luces, en vez de iluminar y hacer desaparecer lo que se creía que eran sombras, nos hubieran cegado con su exceso, permitiéndoles así una colonización sin precedentes de la realidad. Vivimos inmersos en la caverna de Platón.

Fuente de la imagen: El mito de la caverna y los píxeles cuánticos
Pensábamos que a través de la ciencia y la tecnología –a través del conocimiento y la transformación de la materia– íbamos a solucionar nuestros problemas de relación con el mundo, con los demás y con nosotros mismos. Esta ilusión no se está realizando. En cambio, la tecnologización de nuestro mundo puede que esté catalizando la materialización del alma en la realidad virtual. Vivimos actualmente en un estado alterado de consciencia continuo, confrontados a diario por todos los flancos por la alteridad. Ahora bien, la confrontación es virtual. La intensidad puntual que caracterizaba al estado de consciencia alterado en el pasado ha dado paso a una presencia constante más o menos sutil y con una alta carga de ambigüedad. Pero el encuentro profundo con la alteridad, en cuyo extremo se encuentra la muerte, ha sido siempre motivo de terror, y ello no ha cambiado. Esta es la razón por la que la humanidad ha tenido que realizar largos y costosos rituales para propiciar un encuentro no destructivo con ella, así como también la causa de que actualmente nos sintamos tan cerca, y a la vez tan lejos, de los demás, de los otros. Es enormemente significativo el hecho de que apenas se practiquen ahora las técnicas que el ser humano lleva utilizando durante toda su historia para favorecer el encuentro, sin atenuantes, con los otros de la psique. Tanto terror nos sigue produciendo la experiencia que, por ejemplo, hemos optado por la prohibición de las sustancias que la facilitan bajo el pretexto de ser “perjudiciales para la salud”. ¡La alteridad perjudicial para la salud! Aunque también es cierto que al poder nunca le ha interesado, y siempre ha perseguido, el encuentro con la alteridad no guiado por él, dada la “pérdida de control” (léase pérdida de su control) que ello supone.
Es responsabilidad de todos el tomar consciencia del estado alterado de consciencia colectivo, continuo, atenuado y ambiguo en el que nos encontramos, así como de abrirnos o cerrarnos a los estados alterados de consciencia intensos y personales. Lo inconsciente se ha materializado en las pantallas fabricadas por la tecnología. No hay alternativa: huir, anestesiados, o “atravesar el fantasma”. Del modo en el que decidamos encontrarnos con la Alteridad que radicalmente nos constituye depende nuestro futuro.
Notas:
[1] ↑ Freud, S. (1971), Introducción al psicoanálisis, Madrid, Alianza, p. 308.
[2] ↑ Lacan, J. (2004), El seminario: libro2: el yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, pp. 72-73.
[3] ↑ Jung, C, G. (2006), La práctica de la psicoterapia. O. C. Vol. 16, Madrid, Trotta, p. 77.
[4] ↑ Jung, C. G. (2004), La dinámica de lo inconsciente. O. C. Vol. 8, Madrid, Trotta, p. 192 ss.
[5] ↑ Hillman, J. (1999) Re-imagina la psicología, Madrid, Siruela.
LORENZO CARCAVILLA
Lorenzo Carcavilla es psicólogo, doctor por la universidad Complutense de Madrid y amigo de las culturas ancestrales, en especial del pueblo Wixárika y del Shipibo.