Robert Rengifo, Chonomeni en su idioma («el que pinta bonito») está frente a mí desplegando sus lienzos, acrílicos y gouaches, sin enmarcar, vestido con la indumentaria tradicional shipibo: la cushma o túnica y el gorro o maiti. Es el mes de mayo. Robert vive aquí, en Pucallpa (Perú) y es uno de los pintores más famosos de su pueblo, los shipibo-conibo, la tribu amazónica más dinámica e importante de Perú, la que más se ha significado en la divulgación internacional de la medicina tradicional amazónica, conocida sobre todo por la ayahuasca, y del arte y artesanías asociadas a su cultura. Pero ser el actual pintor shipibo más conocido de Pucallpa no es que signifique demasiado. Su pericia le permite, de cuando en cuando, vender ilustraciones a antropólogos, cuadros a turistas, hacer una muestra de cuando en cuando y vender camisetas decoradas con sus acrílicos. Acá una de delfines. Otra con una serpiente y un chamán. Me las llevo. No, no, Robert, no tengo plata para comprarte ese cuadro del jaguar y el chamán. Sí, es hermoso. No, de verdad, no tengo 200 dólares para comprártelo. Venga, ése más pequeño, el del onanya que aparece dentro del ojo. ¿Cuánto vale ése Robert?

– Son 80 dólares. Me das 100 con las camisetas. Tengo diabetes y tengo que comprar medicinas. Son muy caras. No se vende mucho.

Me sorprende la paradoja: apenas una hora antes de conversar con Robert otra mujer shipiba, curandera y artesana, Teresa López, me ha regalado una bolsita con un polvito de vegetales rallados. Asegura que cura la diabetes. Pienso en si serán ciertas o no la diabetes de Robert o la plata necesaria para que termine sus estudios uno de los hijos de Teresa. Viéndoles como viven, no tiene importancia si exageran o no con chantajes emocionales a los gringos sus necesidades reales. Necesitan platita para vivir y ofrecen lo que saben hacer. Yo no tengo diabetes. Pero vi cómo Teresa me curaba en un santiamén las enormes picaduras de insectos que mi cuerpo guardó la noche anterior aplicando unos líquidos rojizos en las mismas. Cerca de las riberas del río Ucayali, afluente de origen del Amazonas y por donde se asientan originalmente los shipibos, ni el polaramine ni el after-bite tienen la misma eficacia. Así que reparto mi platita excedente entre Teresa y Chanomeni.

Chonomeni. Foto: Sergio Camacho

Chonomeni. Foto: Sergio Camacho

 

Kené e Icaros: cuando ser patrimonio no garantiza la supervivencia

Héctor con la chamana y artesana Teresa López. Foto: Sergio Camacho

Héctor con la chamana y artesana Teresa López. Foto: Sergio Camacho

A Teresa le compro por 350 soles una maravillosa tela bordada y pintada por ella de dos por dos metros. En el centro, un tondo con la doble serpiente. Es Ronin, la serpiente cósmica. La serpiente original de la cosmogonía shipibo. La que sobre su piel guarda todos los diseños geométricos y colores que se ven durante las visiones de ayahuasca. Esos diseños geométricos se llaman kené. El kené shipibo está declarado patrimonio cultural de Perú desde hace 8 años. Y el pasado mes de julio también se declararon patrimonio cultural de la nación los icaros, los cantos que los chamanes –onanyas en el lenguaje shipibo– cantan durante las ceremonias y que son los que verdaderamente sanan. Tanto los icaros como los diseños, cuando tienen poder curativo son revelados por la planta, por los espíritus que conovoca la planta. Así lo cuentan ellos. Yo he visto a ancianas shipibo cantar lo que pintan, pasando el dedo por los dibujos, como si se tratase de un pentagrama geométrico. Aunque no está demostrado que exista una relación salvo estructural y cultural entre ambas manifestaciones: diseños kené e icaros. Se ha visto a personas shipibas cantar canciones completamente diferentes del mismo diseño. Probablemente, los shipibos acabaron contando estas historias a fuerza de intentar colmar las expectativas de antropólogos y viendo que así vendían mejor sus obras, su mercancía, su medio de sustento.

Sé también que los diseños geométricos del kené funcionan como un lenguaje que sirve para contar historias. Aunque no siempre. De hecho, muchas artesanas simplemente imitan o recrean lo que han visto y conocen sin darle traslación narrativa, aunque le digan a los gringos que proceden de las revelaciones de las plantas. Pareciera como si así tuviesen más valor en el mercado, o algún valor económico siquiera. Platita. Lo cierto es que la belleza y elegancia abstracta, geométrica y colorista del kené, la pericia de las hermanas –también lo hacen hombres, pero últimamente son minoría– para trasladarlo en telas bordadas, vestidos, cerámica o pinturas, les sirve para vender telas y prendas con esos diseños en los mercados por precios la mayor parte de las veces irrisorios. El kené pintado o bordado de esas telas sólo cuenta una historia segura: una historia de aculturación, de supervivencia, de explotación, de adaptabilidad. Pero también una historia de belleza objetiva y hoy, para el mundo occidental, modernísima. Cada mes, un avispado gringo paga miserias por estas piezas durante sus vacaciones enteogénicas en Iquitos o Pucallpa. Luego escanea sus diseños y lanza una colección de pullovers en Canadá o Estados Unidos que se venden a precio de oro. Mientras tanto, los hijos y nietos de Teresa o Robert se gastarán la poca platita en la mejor imitación de unas Nike deportivas que puedan conseguir. Y seguirán sin acabar sus estudios. O sí. Pero en todo caso, la rueda de la explotación continuará.

 

Con los pies en la tierra

Kené. Foto: Héctor Márquez (archivo personal)

Kené.

Sin embargo algunas artistas y artesanas en Perú se resisten a aceptar que ese círculo les ahogue iremiseblemente. Es el caso de la diseñadora mestiza Anabel de la Cruz quien trabaja con hermanas artesanas tanto shipibas como de otras culturas indígenas del Perú ricas en artesanía textil, para hacer sus bellos y modernizados diseños, respetando la autoría y manteniendo el proceso artesanal y sus raíces y derechos culturales. Su modélico proyecto Con los pies en la Tierra ha generado no sólo prendas capaces de brillar en un cóctel en el Soho neyorquino e interés de semanas de la moda internacionales, sino que está creando un sistema de producción sostenible donde ningún autor se impone a sus raíces. El trabajo es aún modesto pero de una calidad y un rigor asombrosos. Ella se nutre de la autenticida única de este trabajo olvidado y poco apreciado en el mundo capitalista y ellas aprenden técnicas que mejoran el acabado de sus piezas, a valorar y defender su trabajo y a trabajar en grupo.

Cierto, el kené es patrimonio nacional, pero los beneficios de esa declaración patrimonial aún no los percibe el pueblo que mantuvo esa tradición que se hunde en la selva amazónica. ¿Desde cuándo? Realmente no se sabe. Es complicada la arqueología indígena de pueblos que han sido nómadas y se han ido adaptando, primero a lo que la naturaleza dictaba, luego a los que los descubridores, colonizadores explotadores iban imponiendo. Varios investigadores difieren tanto sobre las edades del kené como el tiempo real de uso en tribus amazónicas del brebaje ayahuasca. El verdadero elixir de la cuestión. La bebida mágica y sagrada sobre la que todo este interés parece girar en las tres últimas décadas. Parece ser que el kené tiene muchas centurias detrás. Sin embargo no hay consenso en el uso de la ayahuasca. Los hay que la hunden en la noche de los tiempos y quienes afirman que puede tener no más de 150 o 200 años de uso. En sus leyendas, casi todos los shipibos coinciden en que fue el Inka, un personaje mitológico el que les enseñó a preparar el brebaje.

Por suerte, o quién sabe si por desgracia, los poderes curativos y visionarios asombrosos del brebaje ayahuasca –caapi, yagé o daime en otros pueblos y países del amazonas– están conquistando el mundo. Desde hace veintitantos años, la ayahuasca se fue poniendo de moda entre el mundo occidental y hoy existe un turismo ayahuasquero que genera cierta riqueza desordenada entre los nativos y algunos cuantos gringos que de manera leal apoyan su cultura y las enseñazas mistéricas de la medicina amazónica. Pero tristemente, siguen siendo los nativos, salvo casos excepcionales, los que obtienen menos beneficio de esa moda de purgas y visiones. Hace apenas unas horas, en la Conferencia Mundial de Ayahuasca celebrada en Río Branco (Brasil) el antropólogo, peirodista y escritor Carlos Suárez Álvarez presentaba una ponencia sobre la explotación de la liana en los alrededores de Iquitos y las profundas implicaciones que esta nueva oleada extractivista tiene en un nivel histórico y antropológico. De nuevo los humanos alterando cualquier ecosistema.

muralolinda

 

El chamán, el pintor y Julio Iglesias

Vuelvo a Pucallpa. A mi lado, Chanomeni intenta explicarme cómo alcanza las visiones que representa en sus cuadros.

– Son pues las visiones de la planta. Aquí ve las serpientes y estos palacios donde viven los espíritus y los ángeles.
– ¿Y usted ve esas visiones cuando toma ayahuasca, Robert?
– No, yo no tomo ayahuasca. Una vez tomé y no me sentó bien. La mareación me atrapó mucho y tuve miedo.
– ¿…?
– Yo le pregunto a mi suegro que es chamán. Y él me cuenta lo que ve. Yo le dibujo y me dice así o así. Luego le tengo que pagar parte de lo que me dan por los cuadros. Y mejor hacerlo porque es un hombre con mucho poder…
– ¿Es que teme que le pueda lanzar virotes -el virote es una especie de dardo invisible que usan los brujos amazónicos- si no lo hace?
– Hay que tener ciudado. Yo lo hago así y me va bien.

Así que la materialización de estas visiones, bastante inspiradas en la tradición que el pintor pucallpeño Pablo Amaringo (1938-2009) impuso al hacerse enormemente famoso fuera de su país, Robert no las ha visto nunca. Las ha imaginado. Y paga a su suegro como si fuese su marchante de arte. Amaringo fue un caso excepcional: un pintor «natural», extremadamente dotado, que sí fue curandero ayahusquero durante una década, que añadió toda una narrativa celestial y figurativa a su mundo amazónico donde menudeaban los colores asombrosos de las visiones, los animales selváticos, la serpientes, las criaturas etéreas, los mundos nocturnos o los procesos de curación del chamán y se combinaban con las figuras protozooarias, las líneas geométricas del kené, las figuras fractales tan habituales durante las visiones del yagé. Pero Amaringo no tomaba ayahuasca cuando se hizo pintor. Todo lo que pintaba, decía, le venía del recuerdo de las visiones que tuvo. No es algo extraño: cuando alguien bebe ayahuasca o la combina con otras plantas visionarias del amazonas dentro de una ceremonia bien conducida puede ver cosas inefables pero que jamás olvida. Abstractas o reales, el brebaje sagrado posee la capacidad de aportar una sintaxis visual propia. Cada enteógeno tiene la suya, aunque después se dispare con la memoria personal, adquirida u oculta del paciente.

– ¿Y usted pinta por la mañana, Robert?
– Así es. Pongo el lienzo en una mesa y enciendo la radio y me pongo a pintar. A veces hago encargos de antropólogos para que ilustre cuentos shipibos y sus cosmogonías. [Los shipibos han aprendido a usar mucho la palabra cosmogonía].
– ¿Entonces escucha música mientras pinta? ¿Y qué música le inspira?
– Mayormente escucho un programa que ponen después de las noticias. Son canciones muy bonitas que me inspiran. Quien más me gusta es Julio Iglesias. También Juan Gabriel y Raphael. Pero Julio Iglesias más.

Así pues Robert ni escucha icaros ni bebe ayahuasca para reflejar el mundo chamánico y visionario. Sus serpientes y jaguares están más inspiradas por Gwendoline que por Ronin. En cualquier caso, a estas alturas, uno ya ha aprendido que los mundos del espíritu son inescrutables.

Vasija Shipibo. Foto: Sergio Camacho

Vasija Shipibo. Foto: Héctor Márquez

 

Pero qué se ve durante la ayahuasca. Un relato personal

Puedo hablar de mi propia experiencia. Prefiero relatar la primera vez al ser la más aculturizada que tuve de todas las veces que he probado la planta. No tenía demasiada información. La indispensable –algunos párrafos leídos en textos de Jonathan Ott– como para sentir que tenía que tomarla. Es moneda común en este mundo asumir que es la planta la que decide cuándo debes tomarla y no al revés. La ayahuasca es considerada como un ente propio, poderoso pero protector, al que se llama medicina, pero sobre todo madresita o abuelita. Fue en Perú, cerca de Cuzco, en Pisaq, en uno de los centenares de centros que hay en aquel país donde se dieta y se hacen retiros de ayahuasca. No voy a relatar profusamente el ritual porque lo doy por bien sabido: bebes un vasito de líquido amargo –la ayahuasca– de noche junto a otras personas, en silencio y en círculo, mientras un chamán o curandero canta y/o hace trabajos rituales paralelos (soplado de tabaco, perfumarte, hacer sonar percusiones vegetales) durante el tiempo en que dura la mareación, que puede alargarse entre cuatro o seis horas y cuyos efectos físicos, además de los visionarios y emocionales, pueden ser la vibración, el aumento de la energía emocional, el efecto sinestésico y de aumento de percepción sensorial y los efectos de vómito o diarrea. Situémonos. Yo he tomado mi vasito y en silencio, a oscuras, con los ojos cerrados espero el efecto. Pasan unos veinte minutos.

Ayahuasca. Foto: Héctor Márquez (archivo personal)

Liana de ayahuasca.

Cuando la planta –que, en realidad son dos, como mínimo, la liana ayahuasca (una malpiguiácea llamada Banisteroipsis caapi) y la rubiácea chacruna (o Psychotria viridis aunque también se usa la Diplopterys cabrerana) combinadas en un minucioso desbrozado primero, decocción lenta y reducción final en un brebaje entre dulzón y amargo– hizo su efecto, esto fue lo que sucedió. Tras escuchar un sonido metálico que cada vez se hacía más agudo y potente hasta explotar en un silencio que abría mis percepciones hacia un estado jamás conocido, se abrió una suerte de tapiz o pantalla negra delante de mis ojos cerrados: una estructura geométrica de líneas amarillas fosforecentes que se iban dibujando solas en la pantalla abovedada en la que se había transformado mi mente. Era un diseño hermoso, como un laberinto que iba llenándose de detalles. No reconocía aquellas líneas. Hay que recordar que durante la mareación ayahuasquera mantienes la conciencia, aunque ésta altere sus percepciones y visiones, como si accedieras conscientemente a la vez a todo un mundo ignoto y a la base de datos de la deepweb de tu materia onírica, siendo además consciente de los procesos y de una cantidad de información a veces apabullante. Yo jamás había visto aquellos dibujos hasta que días después durante aquel primer viaje por Perú los reconocí, en un museo arqueológico, en unas telas artesanales como los diseños del pueblo shipibo-conibo. Era la primera vez que escuchaba hablar de aquel pueblo amazónico y la primera vez que veía el kené. La visión se rompió con la presencia de un ser con cabeza humana y cuerpo de serpiente que pretendía entrar en el laberinto de diseños. Estaba en mi visión y a la vez en mi cuerpo rozando mi rostro, de manera simultánea. Pero venía de la voz que estaba cantando. Lo percibí como una forma de lo miserable y pusilánime. Lo hacía nacer esa voz que parecía la de una anciana. Resultó ser la acompañante del chamán, una chica norteamericana rubia que no debía tener más de veintipocos años y que ayudaba a su compañero con los icaros. Una transformación salvaje tuvo lugar dentro de mí. Sentí cómo me transformaba en una fiera que sólo quería arrancar de un zarpazo esa voz que no debía estar allí. Tal vez yo era ese ser agusanado y miserable que reptaba por mi rostro si atreverse a ser del todo una cosa u otra. Por fortuna, el chamán principal acalló mi rugido, empezó a cantar otro icaro y amansó a aquella bestia con la que yo ignoraba compartir piso. ¿Sería L’animale de Battiato? Muchas experiencias mediante, ya reconozco a estas bestias y animales que dormitan en algún lugar de mi psique y se apoderan de mi cuerpo durante las mareaciones. No han arrancado ningún cuello ni clavado sus colmillos en nadie durante la filmación de esta película.

Es cierto que las visiones que pueden verse durante las mareaciones de la ayahuasca no son sólo geométricas. Las narraciones figurativas, con sonidos, voces y diálogos incluidos, el morphing, los animales salvajes, los seres arcangélicos o demoníacos, los mundos cristalinos, lo microscópico y lo macroscópico, la sucesión de retículas e imágenes de mundos que se superponen a veces a una velocidad imposible de captar, seres luminosos y espectrales, visiones de tu propia vida profundamente ancladas en lo arcano u olvidado, personas fallecidas, un mundo de luminiscencias y seres extraños, serpientes y formas sinuosas, fractales de colores inauditos… Todo eso puede verse y se ve durante los efectos inmediatos de la ayahuasca o incluso durante los sueños de días posteriores. Pero siendo muy atractivas las visiones figurativas, y habiendo tenido experiencias de las que prefiero no hablar, no por lo terrorífico sino por su carácter trascendente y podríamos decir sagrado que considero muy personales, yo me quedo con haber visto el kené en mi mente antes de saber qué era aquello. Del resto de efectos de la ayahuasca hay literatura suficiente. Baste saber que una percepción inequívoca no sólo personal sino largamente narrada permanece: los cantos, la vibración de los mismos, entrar en sintonía o en discordancia con tu propia sustancia o energía vibracional produciendo desde movimientos, emociones profundas como visiones. Independientemente que entre los cantos ceremoniales o icaros y el kené exista una relación de identificación y traslación directa, que no parece probable, sí que existe en tanto en cuanto expresiones de un sistema cultural surgido de unos rituales que alteran profundamente la percepción. Icaros y kené son la voz y la imagen de un estado alterado de conciencia dentro de una cultura precivilizada cuyo sustrato es capaz de despertarse incluso en individuos occidentales. El impacto de estas experiencias y su efecto –sanación– en cada individuo es cuestión para otro reportaje.

 

El piripiri, Cantagallo y la resistencia

Diego Sanchez Rojas Chamán shipibo con el tatai la cushma. Foto: Sergio Camacho

Diego Sanchez Rojas, Chamán shipibo, con el maiti y la cushma. Foto: Héctor Márquez

Con los años sí he investigado y entrevistado a varios artistas, chamanes, artesanas y artesanos shipibos. Guardo en mi casa algunas bellísimas telas pintadas o bordadas por artistas shipibos. Unos son cuadros figurativos con toda la iconografía selvática o ayahuasquera, otros son las tradicionales telas o prendas bordadas o pintadas con kené. Un joven onanya, Diego Sánchez Rojas, de voz poderosa y bella, es bisnieto y nieto de hombres que curaban con plantas, gracias al poder de ellas. Un onanya se hace tal después de dietar plantas durante años. Dietar es privarse de ciertos alimentos y bebidas, aislarse del contacto humano y estar consumiendo decocciones de ciertas plantas y árboles considerados de poder, plantas rao, durante un tiempo prolongado hasta que éstas van revelando a través de estados visionarios o sueños su conocimiento. Para los shipibos y otras tribus amazónicas, son las plantas las que enseñan el canto curativo o los diseños sagrados. También las que te indican tu propósito en la vida. Diego ya pasó por todo eso. Hace doce años que canta, cura, pinta y borda junto a su mujer en un pequeño centro en su comunidad de Vista Alegre de Pachitea, una maloka donde aloja a los visitantes y enseña y aplica los fundamentos de esta medicina tradicional. Desea dar a conocer su medicina y poder enseñar su arte de las visiones. Es el medio de vida de su familia. Su nombre en shipibo significa «la anaconda que brilla en el agua».

– Yo para pintar me conecto a través de la madresita (ayahuasca) que preparo con piripiri y me concentro en el arte. Después de despachar con los pacientes durante las ceremonias, me entro en el mundo de arte. Y luego pinto en la mañana siguiente. Mi visión de arte del agua, de la tierra, del espacio y del cielo.
– ¿Y aprendiste pintura con alguien o te nació después de entrar en la medicina?
– Hermano, aprendí solo y dieté también el piripiri. Se llama kené-wasté. Me gustaría poder mostrar mis trabajos.

El uso del piripiri lo explica mejor que nadie la antropóloga amazónica Luisa Elvira Belaunde, una de las redactoras del expediente de patrimonialización del kené para el Ministerio de Cultura peruano. «El arte de trazar kené le pertenece tradicionalmente a las mujeres, quienes, según la cosmología, aprendieron a hacer diseños copiándolos del cuerpo de una mujer Inka, proveniente del eterno mundo de fuego del sol que atravesó el río que separa los inmortales de los mortales. Ella llevaba sobre la piel los diseños de la anaconda, el poderoso dueño cósmico de los ríos y el arco-iris, el camino que une el agua al sol. Según el pensamiento shipibo-konibo, todos los diseños de todo lo existente se originan en las manchas de la piel de la anaconda primordial [llamada Ronin]; y por esta razón, para poder ver y hacer diseños es necesario consumir las plantas que manifiestan el poder de la anaconda, especialmente, piripiri y ayahuasca», escribe Belaunde. «Desde niñas las mujeres son tratadas con piripiri, una planta cyparácea que es utilizada para agudizar la visión y hacer ver diseños en la mente, para después plasmarlos con precisión sobre la piel, las telas, las cerámicas y la madera. Las mujeres pintan, usando astillas de madera y tintes naturales. También bordan, tejen y hacen adornos de mostacillas».

Una artista y artesana shipibo originaria de Paullán, y que vive ahora en el barrio marginal limeño de Cantgallo, Olinda Silvano, es un caso de esas mujeres que recibieron las gotas de piripiri en sus ojos de niña. Con Olinda mantuve hace un año y mantengo por facebook conversaciones regulares. Yo sé bien que mis amigos shipibo tienen una idea distorsionada de la riqueza o vías que un gringo les puede ofrecer. Ellos te ven con una cámara fotográfica y saben que has viajado hasta allí y que el pasaje de avión cuesta muy caro. Luego eres rico y pareces un hombre muy inteligente para ellos. A mí me pesa el corazón no poder ayudar más a que se conozca su cultura y su arte. Pero no están solos. Olinda colabora con la diseñadora Anabel de la Cruz y ha sido distinguida en muestras y galardones por la maestría de su kené. Es una mujer guerrera y orgullosa. Un símbolo en Cantagallo una comunidad de emigrantes de Pucallpa o las comunidades shipibas del río Ucayali que buscan prosperar en la capital y que han convertido un barrio hecho sobre escombros en un espacio de resistencia. Está a medio camino de un campo de refugiados y un ejemplo de chabolismo urbano. Allí se produce una interesante concentración de jóvenes con aspiraciones urbanitas pero con fuertes señas de identidad: Elena Valera, Roldán Pinedo, Julio Rawa, Harry Pinedo, la propia Olinda… A algunos de ellos, el artista y curador de Iquitos afincado en Lima, Christian Bendayán, les ha incluído en numerosas exposiciones de arte amazónico. Con 46 años y cuatro hijos, Olinda, una de las dirigentes de esta comunidad de más de 2000 personas cuya efigie brilla en un enorme mural de graffitti a la entrada de su barrio, cuenta cómo ve las visiones, cómo pinta o borda:

– Mi abuelito era chamán y artesano. Mucho poder. Nada más nacer yo, su primera nietita, me puso una corona así invisible, como nuestro sombrero [el maiti], pero hecha con el poder de la ayahuasca para que pudiera pintar los diseños y continuar la tradición de mi pueblo.
– ¿Y los hombres no pintan ni bordan?
– A mí mi papá me enseñó a pescar y matar animales a defenderme. Y yo enseño a mi hijo a pintar y bordar. Hay que enseñarlo todo. Y no importa que seas hombre o mujer. Porque eso de que el hombre no va a ser más hombre porque pinte es una mentira machista.
– ¿A usted le echaron piripiri?
– Lo tomé, pero la primera plantita que me echaron fue otra, una resina así, chatita, en los ojos para poder ver bien las visiones y éstas se abrieron. Era una niñita y lo hizo mi abuela. Yo soy una mujer bien curada con las plantas. Me trataron con ajosacha para no ser floja y terminar lo que empezaba. En las farmacias no hay plantas para no ser perezoso. Pero los shipibos sí que las tenemos.
– ¿Y no toma ayahuasca para hacer sus cuadros?
– Ahora pocas veces porque aquí en Lima no es buena. Pero sí que a veces quemo o cocino toé (brugmansia grandiflora) y aspiro sus vapores. Y esos vapores son buenos para las visiones. Luego sueño y se me aparecen los diseños. Los buenos son los elegantes. Los que tienen calidad.
Olinda Silvano, maestra artesana shipibo, en su casa-taller de Cantagallo. Foto: Sergio Camacho.

Olinda Silvano, maestra artesana shipibo, en su casa-taller de Cantagallo. Foto: Sergio Camacho.

 

Visiones, formas de representación y terapia

Guillermo Arévalo. Foto: Héctor Márquez

Guillermo Arévalo. Foto: Héctor Márquez

Naturalmente el uso de la ayahuasca para desarrollar un arte visionario no es patrimonio de los shipibos. Muchos artistas occidentales han incorporado después de sus experiencias visionarias elementos serpenteantes, fractales, han cambiado su iconografía, han aumentado el cromatismo de sus piezas y han añadido contenidos espirituales y elementos vegetales y selváticos a sus obras. La llegada de la animación ha servido para que artistas contemporáneos intenten representar ese viaje asombroso de velocidades y transformaciones inefables. En el film Blueberry el realizador francés Jan Kounen –autor asimismo de un documental muy celebrado sobre ayahuasca y estados alterados de conciencia, D’autres mondes– realiza una secuencia animada donde el protagonista, interpretado por Vincent Cassel, toma un brebaje durante una ceremonia iniciática y ve cómo los espíritus de la serpiente y otros seres se apoderan de él. El chamán de la película está interpretado por el más famoso chamán shipibo, Guillermo Arévalo, quien a su vez canta el canto sagrado de la escena, un icaro. Doy fe que aunque los icaros de Arévalo en directo no están aderezados por los efectos sonoros que en la película, son capaces de llevarte a los mundos más insospechados. Y eso que, como él mismo reconoce, «yo nunca canté bien; tenía una voz flojita; lo que sé lo aprendí de las plantas». El canto de este hombre de más de 70 años y fuerte como un toro es capaz de traspasarte en las ceremonias.

 

Uno de los artistas visionarios más conocidos, el estadounidense Alex Grey, quien partió de sus experiencias con LSD para desarrollar sus pinturas de seres humanos trascendidos, llenos de meridianos y color, hiperrealistas, místicos y sin piel, habla de su intensa experiencia con la ayahuasca y recuerda un elemento fundamental: «la ayahuasca es una planta y qué mejor manera de enraizarnos en la compasión hacia la naturaleza y hacia nosotros que a través de las mismas plantas». Por otra parte, en su descripción de las visiones, terapeutas tan reconocidos como el psiquiatra chileno Claudio Naranjo, asimila muchas de las visiones figurativas provocadas por la ayahuasca al sistema de los arquetipos jungianos. Naranjo, que ha trabajado a lo largo de su vida en numerosas ocasiones con la ayahuasca en sus terapias y la considera una asombrosa herramienta para abrir conciencias y rendir bloqueos emocionales, identifica varios procesos comunes en la narrativa visionaria –volar a través del universo, entrar en la parte constitutiva y última de la materia, encuentros con animales arquetípicos, con seres de naturaleza mitológica o espiritual– pero suele analizarlos en un contexto de terapia. Esto es, el significado y función de una visión, como el de un sueño, no es abstracto jamás sino que se revela en diálogo y contextualización constante con el individuo que las tiene. Su libro, Ayahuasca. La enredadera del río celestial guarda numerosos ejemplos de ello. Como Naranjo, otro eminente psicólogo uruguayo Alejandro Spangenberg combina su condición de profesor y terapeuta gestáltico con la de hombre medicina dentro del movimiento conocido como Camino Rojo. El Camino Rojo es una suerte de compendio de rituales chamánicos de nativos americanos donde se combina el uso controlado y ritual de plantas sagradas para ellos con carácter enteogénico –ayahuasca, peyote, san pedro u hongos psilocíbicos– dentro de una contextualización más propia de la terapia occidental que permita la integración de experiencias visionarias, físicas y emocionales que sin la ayuda adecuada pueden resultar terribles o llevar al paciente a la confusión. Antes y después de las ceremonias, Spangenberg trata en grupo a los pacientes haciendo que cada cual entienda la función de las visiones y experiencias vividas en su proceso vital cotidiano.

Más allá de serpientes, jaguares, seres de luz, espíritus del bosque, demonios o dragones emplumados, más allá de líneas geométricas y de canciones que sanan a los gringos nos cuesta entender un mundo que no sea sólo blanco o negro. Un mundo que no lleve autoría constante. Nos cuesta entender un mundo donde el espíritu de las plantas canta a través de la voz de un hombre que se convierte en portavoz y en canal para que ellas nos sanen. Nos cuesta asumir que el proceso de ver, narrar, reproducir, cantar, crear por más que sea un proceso que se manifieste de manera individual y se nutra de nuestras experiencias, está básicamente alimentado de una fuente global, casi de un mundo de las ideas platónico. Mientras en occidente un pintor firma lo que ve y le pone distinción individual desconectándose del resto, en el origen cultural de estos fenómenos, el creador no sería sino un privilegiado cuya función es dar fe de parte de un mundo y una dimensión inefable a la que todos tenemos acceso. El artista o el sanador, casi que son dos caras de la misma moneda, es un canal, una herramienta. Su función no es mostrar su genialidad única, sino lograr que su aprendizaje y maestría logre su objetivo. A un chamán shipibo de viejas generaciones no le importa tanto cantar bien como lograr que su canto sea lo más puro posible para lograr sanar al enfermo vehiculando la energía vibracional de las plantas rao y así restablecer el equilibrio del paciente.

 

En nuestros parámetros rechazamos muchas cosas que desconocemos por temor a que nuestras ideas sobre el mundo, lo bueno y lo malo, se quiebren y con ello nuestras seguridades se disuelvan. Los occidentales somos esclavos del miedo y por eso adoramos la ilusión del control. Y desde el miedo nace lo peor del ser humano, lo peor de los seres vivos. Atacamos y destruimos, y robamos por miedo. Enfermamos muchas veces por miedo. No entendemos que hay cosas, fuerzas, energías y seres que no se ven con los ojos cuando estos están abiertos. No entendemos que toda la materia viva, visible e invisible está interconectada y podemos comunicarnos con ella. No entendemos que estamos enfermos de miedo y que, tarde o temprano, ese miedo se convertirá en una enfermedad en nuestros pulmones, en nuestro hígado, en el estómago, en el sexo o en el corazón. En nuestra mente occidental se libran a cada instante mil batallas que nos van minando. La medicina amazónica, la medicina de las plantas poderosas, busca restablecer ese equilibrio, quitarnos el miedo y comenzar a abrazar lo que somos: nada más y nada menos que parte de todo lo vivo. Lo vivo mismo. Lo visible y lo invisible. Las líneas del kené son sólo una abstracción de lo hermoso, inmenso, inasible e inefable del universo. Bordar o pintar diseños, que es lo que quiere decir kené, equivale a admitir y celebrar parte de la naturaleza sagrada de todos los seres, incluidos los humanos. Y, como el arte era en un principio, generar belleza y armonía que honre ese entramado infinito que llamamos tiempo y espacio. O dios. Lo que no puede ser nombrado.

– ¿Entonces no va a comprar este bonito cuadro?
– No puedo, Robert. Me quedé sin plata.

 


HÉCTOR MÁRQUEZ

HÉCTOR MÁRQUEZ

HÉCTOR MÁRQUEZ

Héctor Márquez (París, 1963) es periodista, escritor y gestor cultural. Durante su juventud se dedicó al teatro como actor y director en producciones independientes y en la televisión autonómica andaluza. Como periodista de cultura, crítico (literatura, cómic, cine, teatro, artes plásticas y música) y columnista de opinión ha colaborado o colabora en numerosos medios como El País, Diario 16, Sur, Cambio 16, Mercurio, Arte y Parte, El Estado Mental o Cáñamo. Ha sido contertulio en televisión (Canal Sur TV), programador musical en varios teatros andaluces y guionista de las galas del Festival de cine de Málaga. Funda en el 2000 la productora El Pez Doble desde donde crea el formato La Música Contada® con el que realiza más de 200 sesiones en cinco ciudades andaluzas por donde pasa la práctica totalidad de la escena musical española. Escribió el libro Rutas y Atajos, derivas periodístico-literarias por Málaga. En la actualidad coordina el Aula Savia para La Térmica de Málaga, un programa de charlas, talleres y cursos donde aborda el mundo vegetal desde diferentes perspectivas. En los últimos años se especializa también en temas chamánicos y enteogénicos realizando trabajos sobre el tema, principalmente en relación con la ayahuasca.