En una inolvidable escena de “Crash”, la adaptación cinematográfica de la novela de J.G. Ballard dirigida por David Cronenberg, el protagonista (James Spader, funcionando como un alter ego perverso del escritor) está al volante de su coche en el interior de un túnel de lavado. Los mecanismos del túnel convierten el exterior en una abstracción de formas y sonidos industriales, mientras, en el interior, el conductor ajusta el retrovisor para contemplar lo que ocurre en el asiento trasero: allí, están entregados a una fracturada coreografía sexual su esposa (Deborah Kara Unger) y Vaughn (Elias Koteas), el personaje que funciona como el tradicional hoodlum intellectual de la tradicional estructura narrativa ballardiana -es el gurú perverso, punto de encuentro entre los arquetipos del mad doctor de la ciencia-ficción y el gángster del film noir-.

En “Cosmópolis”, la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Don DeLillo también dirigida por Cronenberg, hay otra escena erótica no menos excéntrica y sofisticada: en el interior de su lujusa limusina, un espacio uterino que neutraliza todos los sonidos del exterior y convierte la realidad en una suerte de papel pintado en movimiento, el multimillonario Eric Packer (Robert Pattinson) se somete a un análisis prostático, por vía rectal, mientras charla con una de sus asesoras. Ella está sentada frente a él, en chándal, con el cuerpo sudoroso y una botella de agua mineral entre las piernas. Mientras el dedo del proctólogo avanza por el interior de Packer, la asesora juguetea nerviosamente con la botella de agua mineral, la estruja y su interlocutor percibe la tensión sexual. Inevitablemente, la conversación se va despojando de formalismos, se va calentando… rumbo a un acto sexual que no tendrá lugar porque, probablemente, a estas alturas, no ya el afecto -cuya muerte certificara años antes la literatura de J.G. Ballard-, sino el sexo es algo ya imposible.

En “Holy Motors” de Léos Carax, Monsieur Óscar, el proteico personaje que interpreta un Dennis Lavant en pleno dominio de sus capacidades para la mutación, recorre París en otra limusina. El espacio interior del vehículo adopta las formas de un camerino, donde el personaje mudará de una piel a otra. Cuando le vemos por primera vez, podría ser, de hecho, una versión envejecida de Eric Packer, un tiburón de las finanzas que habla por el móvil con un colega de idéntico estatus social y que dice cosas como “Somos las cabezas de turco de la pobreza” o “Pronto los guardaespaldas no serán suficiente: tendremos que llevar nuestras propias armas”. El millonario se convertirá en una anciana que mendigará limonisma en uno de los puentes de París y, después, se desplazará hasta unos estudios cinematográficos protegidos con las mismas medidas de seguridad que una base secreta de espionaje en los días más severos de la Guerra Fría. Allí se enfunda con el característico uniforme que se ven obligados a llevar los actores de una producción de cine en motion capture: un ajustadísimo mono monocromo puntuado de puntos de luz. En el interior de uno de los estudios de rodaje, Monsieur Óscar baila con una contorsionista vestida con un uniforme motion capture de color rojo. La coreografía se pornofica y la película permite planos detalle de un cunnilingus que, muy probablemente, habría condenado la película a los circuitos del cine clasificado X si hubiésemos estado viendo la versión carnal -o llamémosla la versión unplugged– de todo el asunto. La cámara se desplaza y nos muestra imágenes del sueño digital que están engendrando esos cuerpos amordazados por la tecnología más sofisticada: el coito imposible entre un diablo multiforme y una diosa tentacular.

Como habrá comprobado el lector, quizá con la mosca tras la oreja al llegar a estas alturas del texto, este artículo tenía que versar, en principio, sobre el post-humor, pero de momento sólo está hablando de heterodoxas geometrías sexuales. Aclaremos la estrategia: la relación que estas tres escenas mantienen con lo que podríamos llamar o bien la idea platónica o bien la formulación ortodoxa del erotismo es la misma que mantiene el post-humor con lo que sería una comedia clásica y sus derivaciones directas. La perversión sexual, como todos sabemos, es el arte y ensayo del sexo y, en ese contexto, las surtidas manifestaciones del fetichismo marcan un desplazamiento del foco, que pasa de lo genital a un territorio que, bajo otra mirada, jamás hubiésemos pensado que podría incorporarse al vocabulario de la lubricidad. Si el post-humor fuese una pornografía se podría afirmar que, en tal caso, sería una pornografía cuyo fin último no sería la eyaculación del usuario o el orgasmo de la usuaria. Sin embargo, en todo su desarrollo, el único motor que entraría en funcionamiento sería un motor… pornografico. En otras palabras: el post-humor se manifiesta cuando el humor ya no tiene como objetivo último la risa del receptor… aunque sigue siendo, por encima de todas las cosas, humor. Otra metáfora: el post-humor es colocar un motor de comedia último modelo en el interior de un coche fúnebre. Pero esta metáfora no nos sirve: no, el post-humor no es, exactamente, humor negro. Tampoco es comedia entreverada de elementos dramáticos o melodrámaticos, como en algunas grandes obras del cine cómico mudo o como en comedias italianas tan inolvidables como “La gran guerra”, “La escapada”, “La dona scimmia” o “El poder de la mafia”.

Gloria y límites del Post-humor

Gloria y límites del Post-humor

En el post-humor, los mecanismos narrativos que garantizan la presencia de la comedia desde sus formas primigenias -el slapstick: el gag del tipo resbalando en una piel de plátano como origen del discurso- se ponen al servicio de sensaciones alejadas de la tradicional catarsis cómica: la perplejidad, la vergüenza ajena, la incomodidad… En el primer capítulo de “The Office”, la serie de la BBC creada por Ricky Gervais y Stephen Merchant -no la versión americana que devolvió (y neutralizó) su revolución a los códigos conservadores de la comedia-, la escena en la que David Brent (Gervais) somete a la recepcionista Dawn (Lucy Davis) a un simulacro de despido para impresionar al nuevo empleado recién incorporado a la empresa fija una de las situaciones fundacionales de esa estética. En un capítulo de la segunda temporada de la serie, el del Red Nose Day, Gervais y Merchant dramatizan el ritual del post-humor, en la escena de la competición de baile entre Brent y el ejecutivo que ha tomado el dominio de su antiguo territorio: el antagonista de Brent elabora una impecable coreografía sacada de “Fiebre del sábado noche” ante una entregada plantilla que jalea cada uno de sus movimientos. Brent, aportando onomatopéyicamente su propia base rítmica, contraataca con un baile patético, hecho de movimientos fracturados y ridículos que, en sus primera fases, es respaldado por las palmadas rítmicas de sus espectadores, pero que, poco a poco, provoca un cambio en la atmósfera: las palmadas se van apagando hasta desaparecer, el silencio crece como una metástasis y finalmente sólo queda el acompañamiento rítmico del propio Brent como eco prolongado de su tremendo patetismo. Lo que queda, al final, es una sofisticación del resbalón con la piel de plátano: el tropezón que se pega un tipo cuando cae en la zanja que se abre entre la alta (y patológica) opinión que tiene de sí mismo y la manera en que le ven lo demás (aunque todos ellos, probablemente, preferirían no haberle visto así). Hay un dato revelador para darse cuenta del delicado equilibrio en que vive y se manifiesta el post-humor: esa escena, que es la mejor manera de explicarle cómo funciona el post-humor a un profano, es, también, el fragmento del corpus integral de “The Office” que sus creadores, Gervais y Merchant, sancionan como expresión de los límites de su estética: es, paradójicamente, el momento en que estuvieron más cerca de las claves de una telecomedia convencional. Es decir: es una escena que puede funcionar desgajada de su conjunto y resultar graciosa per se, pese a fundamentar su gracia en la poca gracia que posee el personaje interpretado por el cómico. En el otro extremo, buena parte de los telespectadores que, en el primer día de emisión de la serie, se toparon, haciendo zapping, con el primer capítulo no identificaron que estaban viendo una telecomedia: creyeron que “The Office” era un docu-soap, subgénero del reality que articulaba material documental según las progresiones dramáticas y narrativas de la soap opera.

Los dos últimos grandes hallazgos que ha tenido ocasión de ver este cronista en el ámbito del post-humor son españoles: “Don Pepe Popi”, la pieza que ha dirigido Carlos Vermut para el dúo Venga Monjas, y “Mi loco Erasmus”, primer largometraje de los Pioneros del Siglo XXI. Sus respectivas propuestas han interiorizado tan a fondo lo que realmente significa el post-humor que logran provocar en el espectador un sentimiento aparentemente contradictorio: el deseo de un nuevo origen, de volver a la inocencia del resbalón sobre piel de plátano.


 

Jordi Costa

Jordi Costa (Barcelona, 1966) escribe sobre cine, cómic y otros territorios de la cultura popular desde 1981.