Se ha convertido en un tópico afirmar que hoy, bien iniciado ya el siglo XXI, el cine de horror vive un momento especialmente afortunado. Su popularidad entre el público general es innegable, y a menudo la aparición de directores como M. Night Shyamalan y Zack Snyder, por no hablar de las incursiones en el género o sus proximidades de autores de la talla de Lars Von Trier o Michael Haneke, ha despertado también los parabienes de buena parte de la crítica cinematográfica más exigente. Se acumulan en los últimos años fenómenos de masas, con un calado inesperado en el tejido sociocultural: la renovación del mito del vampiro, a través de su adopción por la cultura adolescente; el boom del zombi, transformado en contenedor metafórico de las angustias de la sociedad contemporánea; el remake sistemático de los clásicos modernos del género, destinado a nuevas generaciones de espectadores; la consagración del asesino en serie psicópata –el psychokiller– como personaje familiar y paradigmático… Fenómenos que tienen fecunda y espectacular vía de penetración y saturación a través de un tapiz mediático multidisciplinar, inédito hasta las postrimerías del siglo pasado y característico de este: Internet, la televisión –por cable, digital, a la carta, etc.-, los videojuegos, la realidad virtual, y sus infinitos seudópodos tecnológicos –teléfonos móviles, tablets, portátiles, páginas web, redes sociales, e-books, etc.-, cuyo efecto virulento resulta tanto o más infeccioso que los propios zombis. Todo esto, contribuye de forma evidente a generar la impresión de que nunca antes como ahora la narrativa de horror en imágenes, en todas sus posibles variantes, goza de mayor aceptación y alcance.

Ilustración de La espantosa historia de Pauline y las cerillas (Heinrich Hoffman, 1858); "cautionary tale" sobre jugar con fuego

Ilustración de La espantosa historia de Pauline y las cerillas (Heinrich Hoffman, 1858); «cautionary tale» sobre jugar con fuego

Pero (siempre hay un pero), ¿no ha sido así siempre? Probablemente, el primer relato contado al calor de una hoguera –esa hoguera primigenia y ontológica, que seguramente es tan solo un invento de quienes carecemos de ingenio suficiente para imaginar otra cosa-, fue una historia de miedo. Como mínimo, lo que los anglosajones llaman, con acierto, una cautionary tale, una advertencia, un aviso para navegantes por el río de la vida, que eso y no otra cosa, subyace siempre en el cuento de terror, sea visual, escrito u oral. Es decir, por limitarnos al hecho cinematográfico del que son objeto estas líneas, el cine de terror, de miedo o como quiera que podamos o sepamos llamarlo, siempre ha obtenido el beneplácito de una audiencia mayoritaria. Siempre ha conquistado, divertido, asombrado y acongojado los corazones y las mentes del gran público. Otra cosa es que a veces nos avergoncemos de admitirlo, que los prejuicios (matriz de los gustos, buenos y malos), nos obliguen tácitamente, de buen o mal grado, a buscar excusas o coartadas para disfrazar ese placer primario, con vestiduras más lujosas. E incluso a rechazarlo con desprecio, como si de una debilidad se tratara.

¿Alguien recuerda una etapa, un momento, una década, en la historia del cine, en la que el género de horror no gozara de éxito en mayor o menor medida? De hecho, pocas veces en menor. Los primeros balbuceos del cinematógrafo fueron acompañados ya por las fantasmagorías diabólicas de Méliès, los escalofriantes misterios criminales de Feuillade, por los espectros de primeras y, a menudo, perdidas adaptaciones de clásicos como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde o Frankenstein, y versiones de los relatos de Edgar Poe. El esplendor del  mudo –aún sin superar en tantos aspectos- fue de la mano del cine fantaterrorífico alemán, con sus Mabuse, Caligari, Nosferatu, estudiantes praguenses, homúnculos, golems y figuras de cera. En los años 30 reinó indiscutible la Universal: el estreno de El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), provocó entre las multitudes histéricas tantos desmayos y ataques de nervios como causaría mucho después el de El exorcista (The Exorcist. William Friedkin, 1973). La Serie B de Val Lewton en los 40, junto a los populares seriales, y después el disfraz seudocientífico –extraterrestre y radiactivo– que vistieron los monstruos en los 50, no solo no mermaron la popularidad del género, sino que lo adaptaron a diferentes modas y modos culturales. El Nuevo Hollywood y, en general, los Nuevos Cines de los años 60 y 70, generaron a su vez nuevas miradas con que mostrar los viejos miedos, encarnados en pesadillas a la medida, confeccionadas a veces por autores del peso de Hitchcock, Franju, Robbe-Grillet, Fellini, Resnais o Kaneto Shindô, por citar algunos. Fueron también tiempos de variantes nacionales e internacionales, tan populares como el giallo italiano, el krimi alemán, el gótico inglés de la Hammer y sus coetáneas, el slasher estadounidense… O el peculiar esplendor del fantaterror hispano.

En los 80, psicópatas, terrores juveniles -¿acaso no lo son todos?-, aliens, comedias de horror, suspenses psicosexuales y pasiones enfermizas, acunaron una generación nacida de la Nueva Carne y el Cyberpunk, en obscena coyunda con los temores más ancestrales y arcanos. Una saturación que llevó a la revisión posmodernista y casi deconstructiva –en sentido Derrida– de los tropos y estilemas propios de ciertas escuelas dominantes del género, que llegaría a su máxima expresión con la saga de Scream (Wes Craven, 1996), iniciando un nuevo ciclo revisionista, que como todo barroquismo extremo, recondujo el miedo en la pantalla a un neoclasicismo engañoso. Que lo es solo aparentemente, pues se muestra finalmente manierista, finisecular e hipermoderno –en sentido Lipovetsky-, con su avalancha de forma sin contenido, su eclosión de sonido y furia, su dispersión en mil y una variantes. Pero siempre, siempre, acompañado por el éxito de público, ocasionalmente el de la crítica.

El cine de horror, hoy, al comienzo bien asentado de un nuevo siglo y un nuevo milenio, atrae a una gran mayoría de espectadores. Sigue suscitando pasión, arrastrando fans y connoiseurs, que desarrollan en torno a una u otra de sus variantes sus propios cultos y sociedades secretas. Sigue siendo el más popular de los géneros cinematográficos, por encima de otros que, como el western o el musical, se difuminan hasta perderse en su propia dispersión episódica. Es cierto que, como todo, hoy los disfraces del miedo van más rápido que nunca. Si antes un modelo –el mal llamado expresionismo alemán, el gótico de la Universal o el splatter usamericano- duraba una y hasta dos décadas, hoy aparece y desaparece con un breve fogonazo, a veces tan deslumbrante como el del J-Horror, el terror japonés y extremo oriental surgido en las postrimerías de los 90 a raíz del éxito fulminante de Ringu (Hideo Nakata, 1998), convertido ya en fantasma de sí mismo en el 2000 (eso sí, dejando con nosotros la maestría infernal de Kiyoshi Kurosawa, poeta del crepúsculo de la civilización tecnológica). O como el del “nuevo cine de la crueldad francés”, estallido de violencia creativa que explotara al filo del hacha con Alta tensión (Haute tension. Alexandre Aja, 2003), para alcanzar su baño de sangre autoral final apenas cinco años después, con la espléndida Martyrs (Pascal Laugier, 2008), encuentro entre el splatter y la herencia de Bataille. O la fiebre del mockumentary de horror, iniciada por la pionera El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project. Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), hoy ya convertida en tópico por infinidad de imitaciones, más o menos logradas, que han alterado la forma de hacer, ver y sentir el miedo cinematográfico… Junto a fenómenos más de andar por casa, pero no por ello menos excitantes, como el así llamado torture porn, el retorno del grindhouse propiciado por Tarantino y sus tarantinianos, o la fértil ola del nuevo cine de terror español, vía Filmax, que vieran los primeros 2000. Todo ello es buena prueba, si hiciera falta probar algo, de la excelente salud de que goza el miedo en las pantallas, prácticamente de forma ininterrumpida, desde los primeros tiempos del cinematógrafo… Si no antes (pienso en la prehistoria del cine, con sus linternas mágicas, fantasmagorías y sombras chinescas).

El cine de terror tiene éxito en el nuevo milenio. Y no es por la crisis actual, como quisieran creer las cándidas almas de sociólogos y conductistas de baratillo. No recuerdo una década que no tuviera su crisis, como no recuerdo una que no tuviera su cine de horror, respuesta y reflejo el uno de la otra, sin que ello lo convierta en subproducto de esta. Es por otra crisis: la eterna crisis de ser y reconocerse humano. De saber que lo único que nos separa, homeopático, psicótico, ectoplásmico y catártico, del verdadero Miedo, del verdadero Horror, es su representación imaginaria como arte e industria, como entretenimiento y reflexión. Quizá sea esta la verdadera moraleja final de esa cautionary tale que es también, al fin y al cabo, la popularidad incombustible -más allá del buen o el mal gusto- del cine de miedo.


Jesús Palacios

Jesús Palacios

Jesús Palacios

Jesús Palacios (Madrid, 1964). Escritor y crítico de cine, es autor de más de veinte libros sobre cine, literatura, esoterismo y cultura popular. Especializado en el género fantástico y el Lado Oscuro de la cultura, es también colaborador habitual de festivales de cine, programas de radio y televisión y prensa especializada, asesor de la editorial Valdemar y conferenciante en universidades y centros culturales. Actualmente reside en Gijón, donde prepara un nuevo libro sobre las películas malditas de Hollywood.