«La Revolución Tecnológica nos la ha metido hasta los huevos», este podría ser el lema de toda una generación. Vale que no sea muy presentable en sociedad, pero aquí nos entendemos todos.

Que el mundo en el que vivimos cambia a cada minuto es algo que nadie se atrevería a negar. Y, como siempre que hay un cambio, se abre una evidente brecha entre dos grupos: los jóvenes, que su primera gayola ya se la hicieron con youporn, y los puretas, fácilmente reconocibles por expresiones como «a mí quítame el texto predictivo, que me lío» o «yo el móvil lo uso para hablar» . Pues bien, justo en medio de esas dos facciones, «en tierra de nadie», se sitúa toda una generación, mi generación.

Somos esa gente que ya dejó atrás los treinta pero sigue viendo lejísimos los cincuenta. Gente que ya desde hace años vemos a los futbolistas como «chavales», pero a los que todavía nos cuesta creer que un dirigente político o empresarial pueda tener nuestra edad.

A nosotros nos han dado de lleno en los morros todos los cambios y no hemos tenido más remedio que adaptarnos en cada momento, y quizás el más claro ejemplo de ello sea eso que alguien bautizó un día como «redes sociales».

Las redes sociales son esa novia, llamémosla «Gordi», a la que un día, en un arranque de amor valiente, le dices que se instale en tu piso (qué huevos los tuyos). Le abres las puertas de tu fortaleza, tu mundo, y ella lo coloniza suave pero progresivamente, con besos y palabras (cada vez menos) delicadas -«mira que barritas de incienso he comprado», «he quitado ese póster horrible de Samantha Fox», «no uses las latas de cerveza como ceniceros», «mejor sal a fumar a la galería», «deja la Play y pon el Telediario».

Gordi se ha hecho con el mando de tu tele, de tu coche y de tu vida. Y, aunque a veces la mandarías a hacer puñetas, sabes que más te vale llevarte bien con ella porque no tiene ninguna intención de marcharse de tu casa. Pero, sobre todo, porque en el fondo la quieres, calzonazos.

Gracias a Gordi te enteras de lo que pasa en el mundo, de cómo te toman el pelo los políticos, de cómo manejan el cotarro los banqueros, de las hostias que pegan los antidisturbios y del lameculismo militante de la prensa escrita.

Gordi ha logrado que veas de otra forma el mundo que conocías. Gracias a Gordi, cualquiera es fotógrafo, analista político, crítico gastronómico, DJ o humorista sin levantarse del sofá .

Particularmente, lo del humor es un asunto que me llama mucho la atención. El «nuevo humor», el «humor 2.0», son conceptos que todavía chirrían bastante. Es un tema tan complejo que no estoy seguro de saberlo explicar bien, pero sobre el que sí tengo una opinión clara.

El humor, en sí, es todo lo sencillo o complejo que se quiera que sea. Mucha gente se empeña en buscar estándares de lo que te tiene que hacer gracia por cojones y en ponerle límites al humor, sin darse cuenta que eso es imposible, inútil y estúpido.

El humor, como idea, es una expresión, concepto o situación que lo primero que provoca es sorpresa, por lo inesperado de la misma, y esa sorpresa es procesada como divertimento, alegría o carcajada, según cada uno.

Pongamos que un señor calvo con gafas va por la calle leyendo el periódico y se come una farola, se cae al suelo y se levanta con las gafas rotas. Pongamos también que hay diez personas en esa calle que lo han presenciado. De esos diez, habrá un grupo que lo primero que haga será ir a interesarse por el calvo hostiado, otro grupo simplemente mirará con curiosidad, algunos incluso esbozando una ligera sonrisa y, finalmente, habrá uno o dos fulanos que recriminarán a los anteriores por reírse, pero no ayudarán al accidentado. Pues bien, esa podría ser una muestra perfectamente válida de que el humor es personal y variable, sujeto a mil factores.

Hasta hace cuatro días, la oferta de humor español «profesional» al por mayor se circunscribía básicamente a TV, cine y publicaciones: Lina Morgan para la abuela, Arévalo para el yayo, Eugenio para papá, Mari Carmen y Doña Rogelia para mamá, «El Jueves» para el joven, feliz año nuevo con Martes y Trece y Gila presidiendo la sala.

La cosa no estaba nada mal. Todo el mundo con ganas de reírse encontraba su nicho, su refugio, en aquello con lo que más se identificaba y ahí permanecía fiel. Oferta para cada público y público para cada oferta.

Entonces, hace relativamente poco, resurgió en España la figura del monologuista, un tipo subía a un escenario y contaba situaciones del día a día: de su infancia, de sus novias, entierros, supermercados y un largo etcétera.

La fórmula conectó enseguida con la gente, con un grupo de población cada vez mayor que se identificaba con lo que ese tipo les estaba contando y reían a carcajadas. Los teatros se llenaban, las entradas se agotaban y las televisiones no fueron ajenas al fenómeno.

Durante años, la oferta de monólogos creció y creció. Monólogos en late-night shows, canales de televisión de monólogos, monólogos en tu bar de copas,- camarero, hay un monólogo en mi sopa. Aquello fue la puta burbuja inmobiliaria del monólogo.

Todo eso derivó en la sobredimensión del monólogo, en la saturación del «cuando venía hacia aquí, me ha pasado una cosa…», y eso desembocó en un palpable bajón de calidad en la oferta. «Mira, yo no dudo que tus amigos de la Peña «Los Chulos» de Tomelloso se partan el ojal con tus mierdas, pero no pretendas que yo pague 20 € por escucharlas».

Coincidiendo con el declive del monólogo, apareció un nuevo fenómeno: Twitter. Una puerta gigante de WC donde cualquiera podía escribir lo que le diera la gana y leer lo que quisiera.

«¿Aporta Twitter algo nuevo al humor?» Sin ninguna duda. Para empezar, Twitter nos presenta una oferta infinitamente mayor de elegir. De elegir leer, entre millones de usuarios, a un abogado de Santander, a un tornero de Santa Coloma y a un celador de Málaga las gilipolleces que escriben a diario sin que nadie se lo pida y sin cobrar un duro por ellas, esas gilipolleces que hacen que te rías como un capullo mirando el teléfono mientras el semáforo para peatones se pone verde, rojo y verde otra vez sin que te des cuenta.

«Oye, pero en Twitter también hay mucha morralla, mucha gente sin ningún talento intentando hacer gracia«. Por supuesto, ahí entra en juego tu criterio (el que tengas) para escoger a quién leer y a quién dejar de leer. Si en un buffet libre, me echo en el plato un filete mohoso con una hoja de lechuga pocha y encima me quejo, no cabe duda de que el sitio tiene mucha mierda, pero no es menos cierto que yo soy bastante gilipollas también.

Una última reflexión sobre «los humoristas profesionales y Twitter»: si algo ha supuesto la irrupción de esta red social, es para que muchos «cómicos profesionales» se retraten solos. Mientras que muchos profesionales han entendido perfectamente el asunto y se les puede leer a diario tuits originales, reflexiones y chorradas (en el mejor sentido de la palabra) como cualquier usuario, hay otros a los que todo esto les ha venido fatal y grande. Me hace mucha gracia verlos recelando de Twitter, casi quejándose de intrusismo profesional, mientras lo único que escriben son promomierders del tipo «¡Hey, gentes de Almuñécar! el sabádo estaré con mi nuevo monólogo en el disco-bar Las Vegas. Os espero allí. Entradas a 15€. ¡Corred que se agotan!«.

Por suerte o por desgracia, el humor no se estudia en ninguna facultad. El humor en sí es una facultad, la facultad de la gente para hacer que un lunes a las diez de la mañana en la oficina sea distinto al lunes pasado a la misma hora en el mismo sitio.

Gracias y perdón por el ladrillo, si digo gilipolleces en 140 caracteres, no me quiero ni imaginar las que he podido soltar en párrafo largo. Que Dios les ampare.


 

@Garzari

fauna-tuitera-garzariM. Garzari (Convento de Sor María, 1978), borracho, faltón, guionista de TV y declarado admirador del Dalai Lama y el Toro Ratón.