Raíces y cables no son tan distintos: ambos conducen energía y transmiten vida. Un cable puede conectarnos con el pasado. Una raíz agrieta el pavimento en busca de otro futuro.


Sufrimos cierta obstinación por explicar la historia de la música como una línea de continuidad entre pasado y presente. Y claro, así no hay manera. Ni los músicos aceptan ese corsé cronológico cuando se enfrentan a la partitura, ni el público tiene en cuenta esa estructura lineal cuando elige qué escuchar, cuando salta de canción en canción, de artista en artista, de género en género, de década en década, libando melodías como las abejas de flor en flor.

La idea de progreso o evolución es contraria a la propia naturaleza de la música: implicaría que existe una dirección a seguir, un destino al que llegar. Una imagen congelada de toda la música que se ha escuchado en los últimos 30 años se parecería más a un enjambre de insectos que a un mapa de carreteras o a un árbol genealógico: miles de partículas agitándose en una danza imprecisa, avanzando, retrocediendo, desviándose, reproduciéndose, regenerándose y mutando sin aparente lógica. ¿Cuál es el origen de tan rico desorden?

Las algas constituyen la primera manifestación de vida del mundo vegetal. De ahí su nombre: primoplantae. Sí, hace mil quinientos millones de años, la naturaleza ya presentó su primera enmienda a la centralidad que otorgamos a la raíz en nuestra cultura musical. Porque las algas NO tienen raíces. Y, sin embargo, de ellas se deriva todo lo que nacería después. Hoy las denominaríamos puertos inalámbricos. Pero seguimos apoyándonos en esa idea de la raíz como elemento que otorga autenticidad a unas músicas. Y la contraponemos a la del cable, que sugiere conexiones contemporáneas, tal vez efímeras; sin autoridad.

 

Músicas de raíz turbia

Uno de los grandes patinazos del periodismo musical es la aceptación y propagación del término ‘música de raíz americana’. ¿Y eso qué es? ¿Se refiere a la música que surge a partir del siglo XIX en la franja norte de un continente descubierto cuatro siglos antes por los europeos, que ejercieron un exterminio masivo de sus nativos y una repoblación con esclavos procedentes del continente africano? Menuda genealogía más turbia y sanguinaria. Atroz punto de partida desde el cual atribuir a su cultura un apelativo tan totémico como raíz; un punto a partir del cual se derivarán infinidad de comentarios realzando la pureza de unas músicas frente a otras menos alineadas con ese folclor tan tan reciente.

Sí, la historia la escriben los vencedores, claro. También, la de la música.

El cable de todos los cables, el cable definitivo de la historia de la música, el que conectaba la guitarra eléctrica al amplificador, es considerado hoy la raíz del rock’n’roll y, por lo tanto, el cable-raíz de toda la música moderna. El autotune, en cambio, aún es percibido como una aberración. Pero, ¿quién puede asegurar en 2019 que dentro de 30 años el autotune no será visto con la misma simpatía retro con que hoy observamos los sintetizadores del neofunk ochentero? Todos y cada uno de los instrumentos que se han ido incorporando a la música, desde el clavicordio hasta la kora, pasando por el laúd y el sitar, fueron en su día tecnología punta. Lo que otorga a toda innovación sonora su condición de raíz o ingenio reciente es el momento histórico en que nos referimos a ella.

El rock’n’roll es, en sí mismo, un tronco en el que se enredaron múltiples músicas y culturas, procreando un sonido bastardo que hoy algunos quieren dibujar como el quilómetro cero de la música moderna. Se trata, una vez más, de reescrituras interesadas de la historia con las que se intenta imponer un relato concreto que silencie tantas otras expresiones de vida musical. Lo mismo cabe decir del flamenco, cuya raíz gitana no debiera silenciar la existencia de otros nutrientes que también lo alimentaron y forjaron. Pensemos, por ejemplo, en la aportación de los esclavos africanos que llegaron partir del siglo XIV a Cádiz y Sevilla, cunas flamencas donde la población negra llegó a suponer un 10%.

 

Cuidado con el jardinero

La historia de la música es, en su conjunto, una selva infinita: hay flores que viven cinco horas y otras que desprenden un hedor insufrible, árboles centenarios y plantas carnívoras, arbustos espinosos, tallos pringosos, nenúfares… Mucho cuidado con el jardinero. Le gusta el orden y tiene la mano muy larga. Puede amputar una raíz molesta y alterar así el equilibrio de fuerzas del ecosistema o arrancar ese tubo transparente y aparentemente inservible del talkbox que Peter Frampton se metía en la boca para hacer hablar a su guitarra eléctrica.

Igual que el influjo de una raíz se extingue y deja el camino despejado a su vecina, hay estilos o momentos musicales que perecen ahogados por la voracidad de otros. Y del mismo modo que hay plantas, como la Rosa de Jericó, que puedes permanecer desecadas en el desierto durante años y revivir cuando se hidratan mínimamente, hay sonidos que mueren y resucitan gracias al renovado interés del público. Es entonces cuando se restituye el valor a esas raíces laterales que alguien consideró malas hierbas. Hierbajos que renacen gracias a un cable que conecta momentos históricos separados en el tiempo.

La cultura es un campo de batalla y en esas luchas de poder también es determinante el parasitismo de la industria (prensa incluida, sí) que inocula sus patologías sin miramientos: racismo, clasismo, machismo, anglofilia… Ese darwinismo inducido altera constantemente la evolución de las especies musicales. Y todas esas raíces menores, o minorizadas, esos troncos que la reescritura siempre interesada de la historia apartó del camino, deben invitarnos a relativizar la autoridad que concedemos a la raíz. Ya que estamos, mejor hablemos de raíces. ¡Qué importantes son los plurales! Especialmente cuando hablamos de una práctica tan colectiva como la música. Perdón, perdón: las músicas.

 

Tropecé dos veces

La naturaleza es sabia. Los humanos, no siempre. Imaginamos las raíces como pies sobre los que se asientan los árboles, pero olvidamos que tienen otra misión aún más crucial: son la boca que obtiene el agua y los nutrientes para alimentarse. Y esos nutrientes pueden ser de muy diversa procedencia. En realidad, raíces y cables no son tan distintos. Ambos conducen energía y transmiten vida. Un cable puede conectarnos con el pasado. Una raíz puede agrietar el pavimento en busca de otro futuro. Y tropezamos tan aparatosamente con un cable mal fijado al suelo que con esas raíces que asoman traidoras en el bosque. Tropezamos una vez. Tropezamos dos veces. Tropezamos eternamente.

Hay una planta en Namibia, la welwitschia mirabilis, que puede vivir dos mil años. Crece tan lentamente que algunos la consideran un fósil viviente. El primer cable submarino que conectó América y Europa a través del océano Atlántico se instaló en 1954. Desde un punto de vista tecnológico, es otro fósil. Dentro de cinco mil años, tal vez no sepamos entre las raíces petrificadas de un baobab y esas montañas de cables que vomitamos en los vertederos africanos mientras abrazamos la última promesa de la tecnología inalámbrica: el Wi-Fi 6.

 

Lo mismo que la hiedra

Enredado entre raíces y cables, el mapa sonoro de 2019 se presenta hoy como hiedra trepando por ese muro infinito que es el presente. La hiedra, esa planta asociada a la inmortalidad desde la antigua Grecia. “Así, abrázame mi amor, lo mismo que la hiedra”, rezaba el bolero. ¡Ah, el bolero!, esa romántica cadencia que nos transporta a la Cuba de los años 50… Aunque, bueno, ‘La hiedra’ es, en realidad, una canción italiana. Escribió la letra el periodista siciliano Vincenzo D’Acquisto. Y otro italiano, el compositor toscano Saverio Seracini, la planteó inicialmente con un ritmo beguine. El beguine, sí, ese sonido típico de las islas Guadalupe y Martinica. Por cierto, un ritmo heredero de los bailes de salón franceses. Y, sí, un ritmo popularizado gracias al estadounidense Cole Porter mediante su inmortal ‘Beguin the beguine’. Que entonces solo fue visto como un superéxito del temporada. La canción del verano de 1938 o algo así.

Ay, ¡qué sería de las raíces sin los cables!

 


Autor

NANDO CRUZ

Periodista musical desde 1989. Actualmente publica la serie semanal de reportajes ‘Otros Escenarios Posibles’ en ‘El Periódico de Catalunya’ y conduce el programa de radio ‘10.000 Fogueres’ en Betevé.