Se necesitan 15 milésimas de segundo para procesar una imagen. Menos de medio segundo para encontrar la palabra adecuada. Tres segundos para captar la atención en una web. Y 5 segundos para tomar una decisión importante.

En 15 segundos, adolescentes decidirán si le gusta una canción o no; los 15 segundos que duran las stories de Instagram, formato de una caducidad ficticia, en el que una imagen o un vídeo puede ir a acompañado de música. En esencia, nada nuevo; lo de siempre con otro envoltorio. Si la canción les gusta, la curiosidad les llevará a Spotify, a Apple Music o a Youtube para escuchar la canción completa.

Hablamos con cuatro adolescentes de 14 años gracias a las cuales, este grupo de puretas (quizás esto ya ni se diga) conocemos a El Mig Malo. Hip hop y rap de origen dominicano hecho en Huesca, y aquí sin enterarnos. El vídeo de su último single, Mentira, lleva más de 14.000 reproducciones en Youtube en menos de dos meses. Y algún padre o madre se ve atrapado en el estribillo, aun preguntándose cómo.

Ellas, dicen, van a todas partes con música. Lo hacen todo con música. Se descubren canciones las unas a las otras. Y tienen listas en Spotify para cada actividad y estado de ánimo. No son las únicas. Cuentan que es así para todas las personas de su edad. Escuchan más o menos la misma música pero dependiendo al grupo que pertenezcan muestran diferente actitud hacia ella. Se ríen de las letras que consideran “ofensivas para las mujeres” porque lo que les importa es el ritmo, aunque no significa que no sean conscientes de lo machista y lo denigrante. ¿Y por qué debería importarle a ellas más que lo que nos importó a nosotras? La dopamina no entiende de eufemismos como La salamandra o El tiburón.

Escuchan a Sebastián Yatra, Lunay, Rosalía, Ariana Grande, Taylor Swift, Bad Bunny, La Pegatina, Aya Nakamura o al checo Mikolas Josef, al que conocen por Eurovision. Se ríen cuando reconocen que también les gusta “Trucho” de Rochy RD. Dicen que escuchan “de todo”, también “clásicos” como Michael Jackson. La “música de sus padres” es la que escuchan en los desplazamientos en coche. Y a veces coinciden en gustos como Bob Marley o The Cure, Cheb Rayan o Ibtissam Tiskat, según sea su origen, el de ellas o el de sus madres y padres.

Del 1 al 10 la música es lo máximo en sus vidas pero no suelen ir a conciertos ni conocen ningún festival de los que se celebran en Huesca. Esperan a San Lorenzo para saber si hay algo que les pueda gustar pero, durante el resto del año, no consultan lo que se programa. Y quienes programan, ¿les consultamos a ellas?

Su festival ideal sería uno de música con sus artistas favoritos, DJ’s que pongan de todo, como las discomóviles en San Lorenzo. Preguntando se llega a Roma.

Asisten a las representaciones de fin de curso del ITHEC, porque conocen a alguien que actúa o porque son ellas las que suben al escenario. Son más de series pero irían al cine si se proyectaran sagas como las de Harry Potter, Los juegos del hambre, Crepúsculo o capítulos de La casa de papel. ¿Una serie en el cine?

De pronto cuchichean, “¿viene El Mig Malo a Periferias?”. “No”.

¿Les preguntamos ya qué les gusta o qué piensan? Porque seguimos moviéndonos en burbujas –en esencia, nada nuevo; lo de siempre con otro envoltorio– entre las que no existe interacción por mucho que estemos en las mismas redes sociales o habitando los mismos espacios, sean digitales o físicos. Y entre burbuja y burbuja, brecha, de edad, y de género, y de origen, y de elección.

Su afición por la música es la razón de lo que viene ocurriendo desde el inicio de todo esto: las personas bailan y cantan en todas las culturas. Y lo seguiremos haciendo a pesar de las brechas. ¿Las rompemos? ¿Podría la siguiente edición de Periferias bailar y cantar al ritmo de la Generación Z?