“Sólo oír la palabra “milagro” les resultaba incómodo, desagradable. Decían que se les abría la tierra debajo de los pies. ¡Como si pudiera haber algo mejor que perder la tierra debajo de los pies!”.[1]

Al poco de asumir la labor de comisariar este proyecto tuve un sueño en el que la temática del festival Periferias 2016 no iba a ser Estados Alterados. Tenía, sin embargo, que montar una exposición para la que andábamos construyendo tabiques seccionados en cuyo interior se agolpaban insectos y alimañas, terrarios para hormigas y urnas, de esas en las que en los concursos televisivos, el invitado debe introducir los brazos y palpar para adivinar su inquietante contenido.

Una vez despierto, recordé aquel fragmento de El Golem de Gustav Meyrink en el que Miriam explica por qué se la tiene por una excéntrica entre las jovencitas judías del gueto de Praga: mientras sus compañeras consideran las normas morales y éticas como la enseñanza primordial de los textos sagrados, ella entrega su fe y entusiasmo a los pasajes en que aparecían los milagros; momentos excepcionales en los que las leyes de la naturaleza y del sentido común quedan anuladas y lo fabuloso hace acto de presencia. Las demás describen su perturbación ante los argumentos de Miriam con esa recurrente metáfora de una grieta que las engulle, como cuando Alicia desaparecía por el agujero de una madriguera de conejo o a través del espejo, los Goonies descendían hasta un corredor bajo la chimenea, los chamanes prehistóricos reptaban por el angosto túnel de una cueva. William Burroughs también decía penetrar en los cuadros de Brion Gysin a través de lo que él denominaba “puertos de entrada”.[2]

Maya Deren: Meshes of the Afternoon, 1943. Blanco y negro, 15’.

Maya Deren: Meshes of the Afternoon, 1943. Blanco y negro, 15’.

Desde antiguo, el ser humano viene entreviendo la posibilidad de modos alternativos de habitar el constructo que llamamos realidad, de trascender los límites de las convenciones perceptivas y conceptuales aprendidas para la codificación funcional de nuestra vida. Hasta el individuo más integrado ha reconocido en algún momento esa sensación de que la experiencia desborda los cauces lingüísticos y culturales a través de los que artificialmente la canalizamos, la intuición del “cómo hacen frente las cosas a las miradas”.[3] Cada noche, el sueño nos sobreviene plagado de enigmas y acontecimientos descabalados confeccionados con retazos de la vida cotidiana. Sentimos la presencia de un excedente de sentido en lo que percibimos, como quien escucha los rumores del piso de al lado, y lo sabe habitado. Así aflora el deseo de localizar la grieta y acceder a ese exterior indecible del lenguaje, al estado de inocencia perceptiva que llevó a Aldous Huxley a encontrar en las flores de un jarrón, en pleno trance de mescalina, “lo que Adán había contemplado la mañana de su creación: el milagro, momento por momento, de la existencia desnuda”.[4]

Cada civilización se ha enfrentado al problema de gestionar este deseo, ya que una potencial intrusión del misterio en el organigrama que estructura productivamente la sociedad supone un grave riesgo para su estabilidad. Para ello se construyeron diques de contención mediante la filosofía, la escatología religiosa o la psicología; se propiciaron rituales para el esparcimiento controlado de lo excepcional, y figuras especializadas en franquear los puertos de entrada: los hechiceros, los místicos, los médiums. Pero la incapacidad de la realidad funcional para alojar satisfactoriamente la complejidad de la experiencia sigue siendo hoy en día uno de los grandes problemas soterrados de las sociedades occidentales contemporáneas, en las que además la mayoría de los diques de contención que mencionábamos se han erosionado y desmoronado. Así, buscamos la alteración de nuestro estado normal mediante cursos de meditación o yoga, recurriendo a sustancias químicas en pos de los paraísos artificiales de Baudelaire y de Quincey; tratando de aplacar nuestro ansia de otredad por un instante, para volver a nuestros quehaceres productivos después.

Jim Woodring: Mirón, 1995 (fragmento). Reproducción de alta calidad, 33 x 48 cm. Cortesía de Ed. Fulgencio Pimentel (Logroño).

Jim Woodring: Mirón, 1995 (fragmento). Reproducción de alta calidad, 33 x 48 cm. Cortesía de Ed. Fulgencio Pimentel (Logroño).

Las artes han tenido un papel preeminente en esta historia, como creadoras de dispositivos de alteración, constructoras de puertas. La cualidad extra-lingüística de la música ha sido primordial en todo acto de esparcimiento de la conciencia que se precie. La conexión entre música y cuerpo a través del baile conserva intacta a través de los siglos su capacidad para propiciar la comunión afectiva de los individuos. En base a dicha poderosa conexión se ha generado en la actualidad una apabullante oferta de espectáculos para la intensificación y alteración de la experiencia: conciertos, festivales, raves en las que se despliegan multitud de recursos sonoros, lumínicos y cinemáticos. En gran medida, es en estos eventos en los cuales podemos encontrar hoy día “esa especie de atroz poesía expresada en actos extraños que alteran los hechos de la vida (que) demuestra que la intensidad de la vida sigue intacta, y que bastaría con dirigirla mejor”.[5]

En este proceso, las artes visuales han sido grandes damnificadas. Por una parte, durante el pasado siglo se ha dado una progresiva desconexión entre el arte contemporáneo y el público no especializado. Por otra, la desmesurada multiplicación de las imágenes en nuestro día a día, utilizadas como vehículo para el consumo afectivo, las ha desprovisto de su potencial simbólico para instituir iconografías intensas, y ha desgastado la capacidad de contemplación del espectador.

Gorka Mohamed: Dynamite, 2015. Óleo sobre lienzo, 50 x 70 cm.

Gorka Mohamed: Dynamite, 2015. Óleo sobre lienzo, 50 x 70 cm.

La exposición Puertos de Entrada pretende proporcionar una visión de los estados alterados en el arte contemporáneo de los últimos 50 años e implícitamente, reflexionar sobre la vigencia de las artes visuales como agentes de acceso a los mismos. En la muestra encontramos ejemplos en el ámbito de la pintura, la escultura, el cómic y el cine experimental. Algunas obras nos presentan el trance de la identidad volcada en su autoconsumición, como los audiovisuales de Patty Chang y Alejandro Ramírez Ariza, o el emblema pop de Rasmus Nilausen. Otras nos sugieren relecturas de géneros figurativos tradicionales desde perspectivas alteradas, bien sean los paisajes de Mati Klarwein, Till Gerhard y Carlos Aquilué, o los retratos de Pablo Morata, Gorka Mohamed y Luciano Suárez en los que el rostro, unidad de reconocimiento intersubjetivo por excelencia, queda irremisiblemente deformado e incognoscible. También hay alusiones a la historia del arte y sus momentos de exaltación de lo alterado: Alton Kelley resucita a la “dama verde” –la absenta de los simbolistas decimonónicos– en los años dorados de la psicodelia americana. Hacia la misma época parece guiar su pincel Rei Fah, que en las evoluciones de su “fluido incógnita” nos recuerda a Redon, a Moreau o a los nenúfares de Cézanne. Zush invoca a una criatura fabulosa, que parece provenir de tiempos ancestrales en que los límites entre lo cotidiano y lo mitológico no estaban demarcados. Farber y Dumontier se enfrentan a la interpretación de los sueños, mientras que Maya Deren nos adentra en la extraña lógica de lo onírico mediante la narración cinematográfica, y Jim Woodring nos relata una de sus enigmáticas fábulas, en la que lo terrible y lo abyecto conviven con la beatífica levedad de Krazy Kat o Félix el Gato. Roberto Matta nos sumerge en un mundo abisal de luminarias surrealistas, Alberto Acinas en una alucinada pirotecnia cromática, José Mª Yturralde en el centro de una geometría imposible; Jorge Vicén propone, evidenciando la cualidad matérica de su pintura y una cierta distancia discursiva, el propio proceso de elaboración de la obra como estado alterado, pintar como uno de esos actos extraños artaudianos conducidos por una atroz poesía. El audiovisual de Paul Sharits, las Dream Machines de Brion Gysin y la pieza Dark Star de Till Gerhard, son los representantes de un arte que, utilizando la luz y el movimiento, trata de estimular al espectador en aras de alteraciones perceptivas efectivas. Las tiras de celuloide de Esperanza Collado muestran la dimensión objetual de una obra de cine experimental, los cortes del montaje e intervenciones mediante cosido y rayado. La película fue concebida para estimular la percepción del espectador al proyectarse, como una duración en el tiempo. Aquí esa duración se convierte en puro metraje, en longitud.

En su diversidad, desde la evocación representativa de los estados alterados de conciencia a los intentos de inducir dichos estados, las obras contenidas en Puertos de Entrada pueden ser definidas por su manera común de concebir la creación artística como la labor de atestiguar el excedente de sentido en la experiencia, promover su integración en la vida cotidiana, abrir las estancias de la mente humana que la normalización cultural mantiene cerradas, e implementar más y más grietas bajo los pies.


Notas:

[1] ↑ MEYRINK, Gustav: El Golem. Ed. Edicomunicación, Barcelona 1998. Pag. 144.

[2] ↑ WILSON, Terry y GYSIN, Brion: Here to Go. Creation Books 2001, pág. 153.

[3] ↑ BENJAMIN, Walter: Haschisch. Ed. Santillana, Madrid 1995. Pág. 45.

[4] ↑ HUXLEY, Aldous: Las Puertas de la Percepción. Ed. Edhasa, Barcelona 1992. Pág.17.

[5] ↑ ARTAUD, Antonin: El Teatro y su Doble. Ed. Edhasa, Barcelona 2001. Pág.11.


 

JAVIER AQUILUÉ
Comisario de la exposición

Javier Aquilué (Huesca, 1978) es Doctor en Bellas Artes por la Universidad de Castilla La Mancha. Artista, comisario, profesor en IED Madrid y miembro del proyecto musical Kiev cuando nieva. También ha ilustrado libros y portadas de discos para Roldán, Matrimonio o Gabriel y Vencerás, y ha escrito sobre arte y música en diversas publicaciones.