Un hombre lleva una semana encerrado en una habitación de un país extranjero. Lo que ha visto en este país, que está en guerra, le ha transformado profundamente. Solo como un ermitaño, demente y trastornado, espera una misión para redimir sus pecados.

El hombre es un soldado y su misión, por fin, se presenta: debe remontar un río que serpentea por la guerra hasta llegar al peor sitio del mundo. Ahí tiene que matar a un coronel que se ha vuelto loco, un ser que, según dicen, es mitad dios mitad animal. Él también ha visto cosas que le han transformado, y el soldado lo sabe. Ahora sabe que el horror, su horror, habla y tiene nombre: Kurtz.

Al final del río, después del largo viaje, el soldado encuentra al coronel en un mundo terrorífico y fascinante. Kurtz lo estaba esperando. Este ser que recita poesía rodeado de cabezas cortadas y cuerpos despedazados le revela entonces lo siguiente: “He visto horrores… horrores que usted ha visto. Pero no tiene derecho a llamarme asesino. Tiene derecho a matarme. Tiene derecho a hacerlo… pero no tiene ningún derecho a juzgarme. Es imposible describir mediante palabras lo necesario a aquellos que no saben lo que significa el horror. El horror… El horror tiene rostro… y tienes que hacerte amigo del horror. El horror y el terror moral son tus amigos. Si no lo son se convierten en enemigos terribles. Ellos son verdaderos enemigos…”.

Mientras fuera del antiguo palacio donde vive Kurtz sus súbditos despedazan ritualmente una vaca, en el interior del edificio el soldado mata al coronel con su machete. La muerte de Kurtz es el sacrificio de un animal y, al mismo tiempo, la autoinmolación de un dios, pues el coronel y el soldado son la misma persona.

Los súbditos se postran ante el nuevo dios. Pero el soldado ha hablado con el horror, ha visto su rostro. Él también es mitad animal y mitad dios, pero esas dos mitades acaban de morir. El sacrificio del coronel era el suyo propio. Ahora el soldado renace de su propia muerte espiritual, transformado en Hombre. El Hombre desciende las escaleras del palacio y se va río abajo con su lancha.

La experiencia de lo sagrado es de naturaleza ambivalente desde sus orígenes más remotos. La experiencia religiosa es numinosa: la manifestación irracional de una fuerza que es al mismo tiempo fascinante y terrible. Lo numinoso es la forma horrenda y sublime en la que se vive lo divino, el modo en el que lo sagrado se descubre y se revela en la vida humana. No hay palabras para describir esta experiencia. Pero lo divino tiene rostro… un rostro que puede llegar a ser un amigo o un enemigo terrible.

Hay  autores que afirman que el sacrificio es la forma más antigua del acto religioso, e incluso que la experiencia fundamental de lo sagrado es la matanza sacrificial. Bien mirado, ello no tendría por qué resultarnos extraño. Se calcula que del 95 al 99 por ciento de la historia de la humanidad las sociedades fueron cazadoras. Como indican las pinturas rupestres, la caza primordial en el Paleolítico era un acto sacrificial, e incluso es posible que ya existieran entonces matanzas rituales de humanos. Luego, con la invención de la agricultura hace 10.000 años, la experiencia sagrada de la matanza continuó a través de los ritos sacrificiales. El ser político, social, cultural y religioso de la humanidad se fundaba en el derramamiento de sangre ritual hasta hace 2.000 años: “Ninguna guerra, ni juramento, ni tratado o contrato, ni matrimonio, ni cruce de fronteras, ni construcción de casa, ni por supuesto ningún festival estaba completo sin inmolación”¹. Este derramamiento sacrificial de sangre se sigue celebrando simbólicamente en nuestros días en la Misa Católica.

El hombre ha llegado a ser definido como homo necans (hombre que mata), e incluso hay quien afirma que la humanización entera tuvo lugar a través de la matanza sacrificial. Con la introducción de la muerte ritual, de la muerte sin sentido práctico o biológico alguno, el hombre pudo comenzar a reflexionar sobre la muerte como se reflexionaba en los comienzos: mediante el acto. El acto innatural del sacrificio cruento introdujo la muerte dentro de la vida y el mundo humano de la consciencia empezó a emerger. Identificado con la víctima (algo parecido a como nosotros nos identificamos con los personajes de una película), el animal abandonó el mundo meramente natural al conocer en vida la experiencia de la muerte. El sentido y el significado característicamente humanos nacían así del terrible charco de sangre caliente y palpitante derramado por esa muerte contra naturam. Esta experiencia fascinante y horrible de vivir la muerte, repetida por el hombre a lo largo de los milenios a golpe de lanza, hacha y cuchillo, ha dejado una profunda huella en el alma humana.

La historia de las culturas está llena de imágenes terroríficas y espantosas. El horror habita los mitos, las leyendas y los cuentos de los pueblos; es un elemento fundamental en la historia del arte, de la religión, y de la actividad humana en general. Pongamos como ejemplo los tormentos de los santos, presentes en nuestra cultura durante siglos, y elijamos para ilustrarlo a un arcediano de Roma que nació en la periferia del Imperio: San Lorenzo. Así aparece descrito su martirio, padecido por la Fe el 10 de agosto del año del Señor 258, en una estampa que me ha dado una anciana tía mía:

Primer tormento: Fue arrojado en cárcel tenebrosa.

Segundo tormento: Fue azotado y herido cruelmente.

Tercer tormento: Puesto en la catasta, le azotaron con escorpiones de acero.

Cuarto tormento: Aplicaron a sus miembros desnudos láminas candentes.

Quinto tormento: Le golpearon terriblemente, moliendo sus carnes con azotes emplomados.

Sexto tormento: Rasgaron sus carnes con peines de hierro.

Séptimo tormento: Volvió a ser puesto en la cárcel terrible, sin alimento ni bebida.

Octavo tormento: Puesto en la cratícula o parrilla, fue quemado a fuego lento.

Noveno tormento: Revolvían su cuerpo en el fuego con garfios de hierro.

Décimo tormento: Puesto sobre la cratícula, arrojaron sal sobre sus heridas.

Mi tía recita este texto todos los días, a veces antes de dormir. Aunque la repetición haya mermado su impacto, supongo que seguirá sintiendo cierta fascinación y terror al hacerlo. A muchos de nosotros esta imaginería podrá parecernos execrable y espantosa, derivada quizás del gusto morboso de la Iglesia Católica por el sufrimiento. Pero, al mismo tiempo, tal vez nos quedemos absortos y fascinados ante una película de guerra o de terror llena de asesinatos, sangre y vísceras. Por el otro lado, si le pongo a mi anciana tía esa misma película le parecerá seguramente algo terrible, insoportable y absurdo. Pese a este curioso rechazo cruzado, que se debe sencillamente a la transformación histórica del contexto cultural, ambas prácticas se fundamentan en una base común. Lo que en las dos se repite es la experiencia de vivir la muerte.

Actualmente en nuestra cultura procuramos mantenernos lejos del horror. Tememos la muerte y tratamos de ocultarla de muy diversos modos: maquillamos los cadáveres, adoramos la juventud, remodelamos nuestros cuerpos a través de la cirugía o desplazamos a los ancianos y moribundos a instituciones geriátricas y hospitalarias que tratan la muerte con eficiente asepsia. El mundo demente de la publicidad y el consumo en el que vivimos nada sabe de la muerte, pues para consumir hay que estar vivo. La muerte no vende objetos. Se dice que este mundo, nuestro mundo, está desacralizado, vacío de sentido; si se ha desacralizado es precisamente porque la experiencia de la muerte es sistemáticamente ignorada y reprimida. Pero lo reprimido no desaparece. Tan sólo se ha desplazado a lo inconsciente, y desde ahí retorna de múltiples formas a través de nuevos síntomas, símbolos y fantasías. Seguimos viviendo la experiencia de lo sagrado, la terrible y fascinante experiencia de vivir la muerte, sólo que sin darnos cuenta y de una forma diferente a como antes se hacía. Uno de los modos actuales en que la muerte entra dentro de la vida es a través de nuestra atracción por las narraciones de terror y de horror, de la fascinación de nuestra cultura por la guerra (Apocalypse Now, Francis Ford Coppola, 1979), el monstruo (La noche de los muertos vivientes, George A. Romero, 1968), el psicópata (El silencio de los corderos, Jonathan Demme, 1991), el inframundo mafioso (El padrino, Francis Ford Coppola, 1972) o el Apocalipsis (Melancolía, Lars von Trier, 2011). Cuando presenciamos estos relatos revivimos imaginariamente algo del misterio ancestral de la matanza ritual. Ya no realizamos la muerte sacrificial en acto, pero seguimos necesitando experimentarla psicológicamente para poder transformarnos. Y es que la muerte en vida, la muerte espiritual, es el gran motor del cambio humano al liberarnos de la esclavitud del miedoSe trata del misterio de la muerte y el renacimiento que encontramos a lo largo de la historia de la cultura en las iniciaciones chamánicas, en el mito de Osiris y de Dioniso, en la alquimia o en la Misa“No puede surgir una vida nueva, como dicen los alquimistas, sin que antes haya muerto la vida vieja”².

El horror… El horror tiene rostro… y tienes que hacerte amigo del horror. Como San Lorenzo sabía, el humor macabro puede ayudarnos a ello. Se dice que el santo les sugirió a sus torturadores en la agonía de su martirio: Assum est, inqüit, versa et manduca (Asado estoy, denme vuelta y coman). Lo manifestación de lo divino es ambivalente, fascinante y horrible, y por eso se revela también de forma cómica, como ocurre con Loki y Hermes en el mito, con los Payasos Sagrados de los pueblos nativos de America del Norte y de otras culturas, o con los santos llamados “Locos por Cristo”, como San Simeón. Experimentar el misterioso horror de lo divino no tiene por qué ser siempre algo serio y grave. Morirse de risa también es un acto sagrado.

Bailemos con nuestro cadáver putrefactoriámonos de nuestra muerte venidera; hagámonos amigos de lo terrible sacrificando nuestra vieja alma en este Festival del Horror.

 

  1. Giegerich, W. (2007). Soul-Violence. C. E. P. Vol. III. New Orleans: Spring Journal Books, p. 195.
  2. Jung, C. G. (2006). La práctica de la psicoterapia. O. C. Vol. 16. Madrid: Trotta. p. 242.

     

Lorenzo Carcavilla

Lorenzo Carcavilla (Huesca, 1984) es licenciado en Psicología y máster en Psicoanálisis y Filosofía de la Cultura por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente se encuentra ultimando su tesis doctoral sobre la historia y el simbolismo de la figura del zombi en la literatura y el cine contemporáneos, habiendo publicado ya sobre el tema varios artículos en diversas revistas científicas de prestigio.