A pesar de los prejuicios de muchos musiqueros, estamos ante un triunfo de la música popular de abajo.
Víctor Lenore

 

Los debates sobre música popular llevan décadas estancados. Podemos discutir sobre si las últimas grandes polémicas tuvieron que ver con el punk, el hip-hop o la explosión de las raves, pero casi todos estaremos de acuerdo en que llevamos treinta o cuarenta años parloteando sobre gustos personales, un enfoque que suele llevar al aburrimiento. En realidad, la última gran cuestión puesta sobre la mesa ha sido si el pop occidental vive empantanado en lo que el crítico británico Simon Reynolds llama “Retromanía”, la reducción de las propuestas sonoras a una especie de Lego nostálgico, donde solo se usan piezas preexistentes, con métodos que ya se usaron antes. Parece haber acuerdo en que así es, aunque a la mayoría de la industria musical no les inquieta demasiado que el “buen gusto” (siempre cuestionable) sustituya a las buenas ideas (tener a mano un revival suele ser buen combustible para el carrusel del consumo y las modas). En este contexto cansino, empieza a despertar una pregunta de lo más estimulante: ¿es el reguetón un estilo rompedor, incluso revolucionario, o estamos ante la enésima moto vendida por las radiofórmulas y la industria latina de Miami? ¿Tenemos que rechazarlo como género machista y simplón o saludarlo como el triunfo comercial de un ritmo llegado de abajo? Como casi siempre, la respuesta está en un punto intermedio, que es lo que hace que el debate sea interesante.

 

¿Música simplona o democrática?

Periferias 2017 está dedicado a la palabra, así que empezaré hablando sobre las letras del reguetón. Para la mayoría de los analistas, son una especie de subproducto escasamente trabajado, donde el cantante dice “toma” y las coristas responden “dame”. Unas pocas piezas son así, pero estamos ante una triste caricaturización. Por ejemplo, hace unas semanas, el periodista musical Diego A. Manrique se confesaba incapaz de distinguir claramente entre “Despacito” de Luis Fonsi y “Bomba” de King África. El comentario es llamativo porque se considera a Manrique el crítico más prestigioso de nuestro país, además de ser una de las pocas firmas capaces de explicar con respeto y buenos datos la música latina, tradicionalmente menospreciada con cierto desdén colonial. Antes de entrar en materia, me parece importante recordar que “Despacito” es una pieza registrada por Fonsi en colaboración con Erika Ender, compositora femenina a quien buscó para darle al conjunto “un aire sensual, pero no sexual”. Este detalle ya nos revela algo importante: los músicos de reguetón más famosos, que son ya estrellas globales, se ven más a sí mismos como entretenedores que como artistas, en el sentido que le darían al término letristas tan aclamados como Bob Dylan, Lou Reed y Van Morrison. Por lo tanto, podemos decir que los reguetoneros tienen una actitud más democrática, que quizá los críticos “serios” llamarían populista. Si Fonsi quiso rebajar el voltaje sexual del reguetón fue por las protestas de un sector de las oyentes.

Vamos al grano: para la comunidad del perreo (baile asociado al reguetón), atender los comentarios de los aficionados tiene más peso que para el artista de rock, que prefiere superar las expectativas de los oyentes y demostrar que se abren nuevos caminos expresivos (otra cosa es que esto no ocurra hace cuarenta años). La actitud de servicio es algo tradicional en las músicas de baile, especialmente en las del Caribe, principales impulsoras de la cultura del sound system. A falta de revistas, periodistas o estudios académicos, los foros de debate para las innovaciones musicales fueron las conversaciones en los estudios de grabación, el deseo de superar artistas de éxito de su comunidad y (muy importante) las reacciones de los bailarines en la pista. Resumiendo mucho: los reguetoneros tienden a dar al público lo que quiere (precisamente porque respetan a sus seguidores). Manrique no es el único crítico cáustico del reguetón, que también ha recibido dardos del humorista argentino Peter Capusotto, uno de los más recomendables y afilados del continente latino. Su personaje Daddy Latino Solanas no solo satiriza el reguetón, sino también a quienes intentan presentarlo como un estilo con sustancia cultural.

 

Disfrutar de lo que no te pueden quitar

¿Por qué las letras de reguetón son tan explícitas? Hay varias razones. La primera es la sexualidad abierta y sin complejos de las músicas afrodescendientes, desde la champeta a la bachata, pasando por el soul. La segunda es el influjo del hip-hop estadounidense, referente principal en los años ochenta y noventa, que surgió del underground y gozó de gran impacto comercial. Por último, el reguetón es una reacción juvenil ante el discurso represivo de las élites caribeñas, partidarias de la moral católica y las buenas maneras. De hecho, los comienzos del reguetón en Puerto Rico y Panamá están marcados por campaña de desprestigio de funcionarios, emisoras de radio y altos cargos de la iglesia. También hubo intentos de relacionar este ritmo con el crimen y el consumo de drogas, pero la acusación era tan artificial que no terminó de cuajar. En realidad, la respuesta a la pregunta que abre este párrafo es mucho más sencilla: el reguetón es una música juvenil y popular, surgida de las clases subalternas. Su función consiste en acompañar el disfrute del propio cuerpo, una de las escasas fuentes de placer que no pueden ser apropiadas por el intercambio capitalista (o, mejor dicho, que tienen más complicada esa apropiación). La ensayista Susan Sontag afirmaba que el culto al cuerpo de los años setenta respondía a una lógica fascista, ya fueran las películas de Bruce Lee o personajes como Tony Manero, protagonista de «Fiebre del Sábado noche». El filósofo Slavoj Zizek le contestó, un par de décadas más tarde, que en muchos casos el culto al cuerpo es una respuesta lógica, ya que estamos ante el único bien material del que disponen los jóvenes sin recursos.

 

Políticas del perreo

Muchos comentaristas culturales encuentran ridículo pensar que hay una fuerte carga política en las canciones de reguetón. Otra pareja de cómicos, Facu Díaz y Miguel Maldonado, seguían el mismo camino de Capusotto en su canción humorística “Reggaetón proletario”, donde imaginan un dúo de perreo cuyas referencias culturales fueran Julio Anguita, Antonio Gramsci y Ramón Mercader. El resultado, por supuesto, es un engendro artificial y desastroso. La carga política del reguetón nunca puede ser académica, ya que prima la mentalidad hedonista sobre la pedagógica. La faceta subversiva del género viene por otros flancos, por ejemplo el antiimperialismo. En muchos aspectos, el reguetón es una respuesta al hip-hop estadounidense, un desafío que podría formularse como “nosotros podemos hacer rap igual de potente, hablando sobre la vida en nuestros barrios y que además se pueda bailar”. El experimento no pudo resultar más exitoso, ya que en solo década y media el reguetón pasó de ser un género de barrio popular a conquistar las radiofórmulas de todo el planeta. Además, contra la percepción de la industria, tiene canciones explícitamente militantes, por ejemplo “Loíza” de Tego Calderón, “Querido FBI” de Calle 13 y “Guerrilerxs Madrid” de Tremenda Jauría, entre otras. El mejor cronista político de la salsa, Rubén Blades, colaboró con Calle 13 en la preciosa “La Perla”, que reivindica la fraternidad y el apoyo mutuo imperante en uno de los barrios más populares y emblemáticos de Puerto Rico.

 

Clasismo pop

Las letras de reguetón, de manera intuitiva, provocan un rechazo frontal de los investigadores más serios de pop. El problema es que ni siquiera se molestan en analizarlas. Son víctimas de un prejuicio que explica muy bien el superventas electrolatino Juan Magán: “Sobrevive esa categoría a la que llaman «pachanga», que para mí remite al juego, algo gracioso, que no tiene valor cultural. Por eso no creo que la música latina sea pachanga. Es de una ignorancia grande. Y el que sabe de lo que habla y aun así usa «pachanga» está faltando al respeto a los latinos. Deberíamos hablar de música urbana o de cualquiera de los géneros preexistentes. Me refiero a reguetón, salsa, dancehall, bachata…. Meter todo en «pachanga» es ocultar nuestra riqueza y diversidad sonora”, apunta.

También parece urgente reconocer el valor político de la cultura del sound system, esa revolución cultural de abajo que comenzó en Jamaica en los años cincuenta para que la gente sin dinero pudiera expresarse y divertirse en la calle, gracias a conectar un par de tocadiscos a unos grandes bafles. Hoy los soundsystems son los reyes del ocio nocturno, desde el Fabric de Londres hasta el Sónar de Barcelona, pasando por Ibiza o el Electric Daisy Festival de Las Vegas, aunque los grandes promotoras hayan castrado su potencial democrático a base de entradas caras, patrocinios corporativos y zonas VIP. De hecho, todavía no se ha abierto un verdadero debate sobre las posibilidades políticas de la fiesta. Ni siquiera en un plano periodístico. Libros sustanciosos como “Reggaeton” (varios autores, Duke University, 2009) o “Travels in 21st-century music and digital culture” (Jace Clayton, 2016) siguen sin traducir, a pesar del tremendo impacto de las músicas latinas urbanas. Siendo muy crudos, también habría que debatir el componente clasista de rechazo al reguetón, a la manera del sociólogo Pierre Bourdieu en su clásico “La distinción: criterios y bases sociales del gusto” (1979). A muchos oyentes les molesta o avergüenza compartir gustos culturales con su asistenta, la dependienta del locutorio del barrio o los mensajeros que les traen paquetes de Amazon a la oficina.

 

¿Es machista el reguetón?

La acusación más extendida contra el reguetón es la de machismo. En España, hemos llegado al extremo de un boicot contra el colombiano Maluma, con la participación destacada de la web Huffington Post y el resultado de la retirada de una subvención en Tenerife. Aunque parezca mentira, el problema tiene mucho que ver con tomar por discriminatorias las letras sexualmente explícitas. Los sexual no es necesariamente sexista, a no ser que milites en el puritanismo. Así lo explica la investigadora feminista Laura Viñuela: “Maluma causa alarma porque topa con una moralina que está muy extendida. Se dice que escandaliza el machismo, pero muchas veces lo que molesta es que se hable de sexo de manera explícita, algo que por aquí seguimos considerando vulgar. Nos centramos mucho en las letras del reguetón y poco en las que fomentan los mitos del amor romántico, por ejemplo cantantes que normalizan los celos o hablan del amor de una forma desesperada y trágica. Eso también contribuye a la violencia machista, pero parece que nos preocupa más que venga alguien de fuera hablando de sexo de manera directa a nuestros hijos adolescentes”, señala. De hecho, himnos emblemáticos como “Felices los cuatro” proponen una visión más relajada de las relaciones sentimentales, donde el placer y la tranquilidad son más importantes que los celos. Por supuesto, también hay canciones reguetoneras empoderadas como “Yo quiero bailar” (Ivy Queen), que señalan a los hombres que el hecho de perrear en un contexto festivo no puede confundirse con una invitación a follar. En realidad, diría que gran parte de la confusión en esta polémica tiene que ver con los vídeoclips, empapados de lógica heteropatriarcal y cuerpos normativos. El problema es que estos espots, donde la última palabra la tienen las discográficas, siguen lógicas machistas heredadas del porno y la publicidad para atraer la mirada de los consumidores jóvenes. Es algo que explica bien el libro ‘La dictadura del vídeoclip. Industria musical y sueños prefabricados’ (2015), del doctor en sociología Jon E. Illescas. Por supuesto, debido a su éxito demoledor, parte del reguetón ha sufrido una estandarización por parte de la industria, pero eso no anula sus valores populares y democráticos.

 


 

VÍCTOR LENORE

Nacido en Soria en 1972, lleva veinte años trabajando como periodista. Ha publicado artículos en El Confidencial, El País, Público, Minerva y Rolling Stone, entre otros medios. Fue coordinador de la publicación cultural de izquierda Ladinamo. También trabajó como guionista en el programa de televisión Mapa Sonoro (TVE-2), comisario de la parte musical en la exposición La herencia inmaterial (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) y director de la colección de libros Cara B, dedicada a explorar en profundidad álbumes clásicos del pop-rock español. Colaboró en el libro colectivo «CT o la Cultura de la Transición.Crítica a 35 años de la cultura española». Es autor del polémico «Indies, hípsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural».