De entre todos los géneros musicales, el jazz quizás sea el único que haya resultado realmente inspirador y fecundador para el cine moderno en su búsqueda de rupturas y nuevas formas. Si bien en los primeros años del sonoro Hollywood vio en el jazz sobre todo un espectáculo menor o exótico, ya en los cuarenta el género propició los Soundies –un precedente de los video-clips–, que consistían en películas de tres minutos que se veían por diez centavos en las máquinas Panoram que había en los bares, e influyó en el cine negro o, más tarde, en los filmes de animación de Norman McLaren, donde las notas parecen dibujarse en un pentagrama de celuloide.

El cine se ha aproximado verdaderamente a la música cuando no se ha limitado a ilustrarla ni a usarla como soporte decorativo, sino que se ha inspirado en sus ritmos y formas para reinventar algunas de sus potencias expresivas: modos de encuadrar, de trabajar la luz o el montaje, que se inspiraban o sincronizaban con el tempo y el sentir suscitado por la música. Por este motivo, fue sobre todo con la revolución del free jazz en los sesenta cuando el cine, que en aquella época empezaba a disponer de cámaras y equipos de sonido más ligeros, encontró algunos gestos creativos que supo hacer propios: la búsqueda de la improvisación y la libertad en la filmación, con la cámara asemejándose a un instrumento que ensaya, rectifica, a veces se desvía, demora, desencuadra o sobreexpone, buscando inyectar la imprevisibilidad de la vida en las imágenes. Los filmes de Shirley Clarke, como los de Jean Rouch, Johan Van der Keuken o John Cassavetes, exploraron, con métodos distintos y más o menos directamente inspirados en el jazz, otras formas de filmar, mucho más cálidas, físicas y cercanas a los cuerpos, al tiempo que la estructura de la película se hacía más fragmentaria.

En su obra, Clarke explora en particular la idea de conjunto a través del cine, la relación colectiva que establece entre las personas que filman y aquellas que son filmadas, que en su caso con frecuencia son artistas o músicos negros. En el documental que le dedicaron Noël Burch y André S. Labarthe, Rome brûle. Portrait de Shirley Clarke, la cineasta señaló el “problema de los negros” como el gran asunto de su época, y añadió que existe una comprensión particular entre mujeres y negros debido a la condición de oprimidos que comparten.

En los cuatro largometrajes en que aborda la filmación de negros, The Connection (1961), The Cool World (1963), Portrait of Jason (1967) y Ornette Coleman: Made in America (1985), Shirley Clarke plantea como cuestión decisiva, poética y política al tiempo, la búsqueda de la empatía entre la imagen (su proceso y gesto de creación) y las personas retratadas. ¿Es posible compartir en el gesto fílmico la respiración, el estado de ánimo, de quién se sitúa delante del objetivo?

THE CONNECTION

THE CONNECTION

De este modo, en una forma aún algo artificiosa y teórica, en The Connection muestra a un director ficticio que, acompañado de un operador de cámara, quiere documentar a una comunidad de drogadictos –en realidad, una representación teatral–, del modo más auténtico posible. En ese anhelo del registro, el director acaba integrándose hasta quedar absorbido, bajo el efecto de las drogas, en la “escena” real. Ese proceso se hace visible y ejemplifica con el contraste entre las imágenes subjetivas y más cercanas que empieza a tomar con su cámara, a medida que pierde pie, y aquellas filmadas por el operador, quien se mantiene más distante o menos participativo. Esta tensión, que aquí se plantea todavía como un filtro conceptual, se irá haciendo cada vez más ambigua, matizada y orgánica en sus siguientes filmes, hasta alcanzar la plenitud en Portrait of Jason.

En To Find an Image, James Murray indicó que “los tres objetivos del cine negro son la refutación de las mentiras de los blancos, el reflejo de la realidad negra y, a modo de instrumento de propaganda, la creación de una imagen negra positiva”. The Cool World, famosa por ser la primera película rodada íntegramente en el Harlem, corresponde al deseo de reflejar esa realidad desde el punto de vista blanco. Otra vez, hay una doble naturaleza en las imágenes, que Clarke intenta cohesionar en una unidad de “tono y espíritu”: por un lado, está toda la captación documental, en la tradición de tomas al improviso, de las calles y la gente de Harlem, y de los chicos protagonistas; por el otro, una composición más ficcional y prefijada, con actores en papeles de los adultos dentro de la trama.

THE COOL WORLD

THE COOL WORLD

La belleza y calidez de esta película, sin embargo, radica en su energía, en sus cortes, en su ímpetu, en su deseo de estar ahí, con plena intensidad, documentando una ciudad y un país triste, sucio y convulsivo como en el inicio incendiario que atraviesa los sonidos y las calles de NY, prefigurando ya el cine febril y en revuelta de Edouard de Laurot, y su obra maestra Black Liberation, cuyo ritmo frenético de imágenes y sueños demostraría todo el potencial del cine engagé para emplear las imágenes y los sonidos como armas de liberación emocional, política e intelectual.

A Clarke, en cualquier caso, lo que parecía importarle era componer estados de ánimo con la cámara, que reflejasen las emociones de los personajes, desde su juventud amorosa a su ira, sin esquivar mostrar la perturbación y neurosis de aquellos que se han sentido toda la vida perseguidos, marginados y mal vistos (justo lo que dificultó su apreciación entre cierto público de izquierdas, que se sintió incómodo ante la aparición de negros malvados).

The Cool World es una película muy organizada estilísticamente, pero que persigue un sentido de inmediatez: “El cine tiene que ser una visión del mundo. Tendríamos que poder salir a la calle y filmar realmente cualquier cosa que está “a punto de suceder”. El cine surge si uno es muy, muy vivo… Si solamente podemos aprender a verlo como una experiencia y no como un ocio. Es la única de las artes que puede proporcionar esta inmediatez. Podemos acercar nuestra cámara y podemos ver a los personajes respirar. Es por eso que nos fascinamos por una vedette, porque la vemos respirar; primero te fascina Cary Grant, después el personaje que interpreta, porque lo vemos vivir. Como a mis niños de The Cool World: viéndolos vivir y respirar, quizás, el odio racial será superado un día; mediante el cine, quizás podemos aprender a amarnos”.

Esta concepción participativa del gesto de filmación, en el que la cámara se mueve junto a lo que filma, en un efecto coreográfico de gestos y caricias recíprocos, genera la emocionante veracidad y complejidad humana de Portrait of Jason. El retrato de Jason Hollyday, un chapero y actor frustrado de cabaret que Clarke conocía personalmente bien, se rodó a lo largo de doce horas, en el ático de la cineasta en el Chelsea Hotel de Nueva York. Mientras bebe alcohol, Jason cuenta historias, hilarantes o íntimas, actúa, se confiesa, expone y sobreexpone hasta las lágrimas, siempre en la ambigüedad entre lo vivido y lo inventado o representado. La cámara de Shirley Clarke lo capta de un modo directo, con una inusual autenticidad: “Solo hay un papel que puedes hacer, Jason, y ese eres tú”.

PORTRAIT OF JASON

PORTRAIT OF JASON

En su entrevista con Jacques Rivette, Clarke explicaría acerca de la disolución entre vida y teatro que caracteriza al personaje: “Jason, en la vida, se interpreta a sí mismo. Él realiza representaciones, es un actor. Todos lo hacemos en alguna medida, pero él lo hace hasta un grado extraordinario. Uno acaba por sospechar que no hay momento alguno en que no actúe, que perpetuamente está representando, hasta el punto que es difícil saber dónde y cuándo se emplazan sus verdaderos momentos en la vida, si es que los tiene. Quizás haya que admitir que son todos interpretados, porque Jason hace también de su propio público, ya que puede actuar muy bien solo –pese a que sea mejor con público–, pero en definitiva es el mismo el rol el que realiza, tanto cuando está solo como ante miles de espectadores”.

Portrait of Jason no es un retrato distanciado y contemplativo, que busque un registro de número cero a la manera de Eustache, sino en el que las imágenes se hacen delante nuestro, con los desenfoques que parecen responder a la “respiración” y a los ritmos del personaje. La historia se produce entre los dos lados de la imagen, de modo que el off –Clarke y la otra gente del equipo de rodaje– se inscribe en la película. La imagen, para existir plenamente, tiene que recoger la especificidad o singularidad del otro, y su diferencia respecto a aquel que filma, la relación de intercambio –o el desequilibrio de poder– que hay entre ambos. Jason se convierte así en una imagen compleja, distintiva, múltiple y esquiva respecto a cualquier estereotipo o cliché del Negro. Y su retrato acaba siendo también el de la cineasta y su proceso creativo: “He estado haciendo películas durante más de diez años, pero esta es la primera vez que la filmación fue emocionante y, a la vez, un descanso –dijo Shirley Clarke a Jonas Mekas–. En vez de decidir de antemano cada movimiento exacto de la cámara o del actor, ideé un procedimiento de filmación muy simple: tenía solamente un escenario y solamente una acción que seguir. Por primera vez, puede abandonar mi control rígido y permitir que Jason reaccionara frente a la cámara. De pronto, fue como si me hubiera liberado de un gran peso y pudiera relajarme, y lo que es más importante, responder a las emociones que vibraban en el estudio. Finalmente, yo misma me convertí en parte de la situación, no la de deus-exmachina, sino la de Jason con respecto a la cámara”.

Poco después de filmar a Jason, Shirkey Clarke filmó por primera vez a Ornette Coleman, conversando con su hijo. Pero tardó veinte años en componer ese film-retrato, a partir de filmaciones y apuntes de naturaleza distinta y espaciada, algunas propias y otras de archivo. Un filme que, de modo indirecto, se convierte en un ensayo y una visión autobiográfica de Clarke sobre su obra, entendida como una reflexión sobre el gesto creativo, y la relación entre representación y vida. En todos sus filmes, como hemos sugerido, se busca la síntesis entre la reflexión conceptual y la libertad e intuición emocional, bajo la idea de que “la esencia del cine reside siempre en el montaje, es decir, en la fluidez coreográfica”, que atraviesa toda la filmografía de Clarke desde sus filmes iniciales surgidos a partir de su experiencia en la danza.

ORNETTE COLEMAN: MADE IN AMERICA

ORNETTE COLEMAN: MADE IN AMERICA

En solo tres largometrajes, Clarke realizó un despojamiento de su inicial exceso de cálculo y previsión en el rodaje hasta una participación directa y emocional en el momento de la creación. Ornette Coleman: Made in America sería el epílogo de su obra, un lúdico film de montaje que juega a interpretar el cine, como se interpreta una pieza musical, y que reivindica la libertad de pensamiento y la acción artística frente a la opresión, que biográficamente se traza en la vida de Coleman desde su infancia en un barrio segregado de Fort Worth, y que Clarke comparte desde su visión de mujer y cineasta que debió aprender todo el manejo de la cámara hasta alcanzar la exposición de sí misma: “Para mí, hacer cine es hacer las tareas domésticas en público”.


 

El autor

GONZALO DE LUCAS

GONZALO DE LUCAS

Gonzalo de Lucas. Profesor de Comunicación Audiovisual en la Universitat Pompeu Fabra. Programador de cine en Xcèntric, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Director del Postgrado Montaje audiovisual en la UPF Barcelona School of Management.  Editor de la revista Cinema Comparat/ive Cinema. Ha escrito los libros Vida secreta de las sombras (Ed. Paidós) y El blanco de los orígenes (Festival de Cine de Gijón) y ha editado, con Núria Aidelman, Jean-Luc Godard. Pensar entre imágenes (ed. Intermedio, 2010). Ha escrito artículos en más de una treintena de libros colectivos, y en publicaciones como Cahiers du Cinéma-España, Sight and Sound o el suplemento Cultura/s de La Vanguardia.