Words, words, words on cracked old pages
How much of truth remains?
If my mind could understand them
And if my life pronounced them
Pete Seeger

 

Mi padre es de casa Juan de Villa de Bolea, en un mes cumplirá los noventa años. No ha sido de mucho cantar. Alguna jota con los amigos por las bodegas de la calle Paraíso o encaramado a alguna olivera escurruchando futuros aceites o las veinte o las cuarenta cuando se jugaba al guiñote con mi madre algunos latifundios a media tarde. Para el primer Philips que entró en casa compró tres cassettes: Marchas militares, María Dolores Pradera y Alfredo y sus amigos. Durante varios años fueron las únicas cintas que educaron nuestros oídos.

Mi madre era de casa el Sastre, de Sigüés. Llegaba bien a los agudos aunque en misa me daba un poco de apuro escucharla subida a aquellas octavas tan por encima del resto de la feligresía. Mi tío Luis trajo un transistor de Suiza desde el que sonaba muy a menudo “moliendo café me paso la vida…”. En casa sólo había achicoria salvo el año que venía de Francia mi tía Denís, su hermana, una de aquellas “golondrinas” que pasaban el invierno cosiendo alpargatas en Mauleón, y traía un paquetón de café. Al momento pasaban las vecinas a verlo, a olerlo, a urdir estrategias sobre cómo dosificarlo para que durara. También sonaba madrecita María del Carmen”, de Manolo Escobar. Más tarde me enteré de que Manolo Escobar era el quinto de diez hermanos que habían aprendido a cantar con un maestro de escuela que perdió a su mujer y a su hijo en la guerra, que su padre lo había acogido en su casa y lo tenía de profesor particular. Qué cosas. Y yo que me lo imaginaba siempre subido a un carro sacando brillo a los atalajes mientras cantaba el porompompero.

Como mi padre no era el mayor de los hermanos pronto anduvo de repatán por las faldas de Gratal y en el 56 se bajó a Zaragoza. Aquel mismo año la foto de una mujer andaluza vestida de negro inspiró a Francisco Ibáñez Gorostidi su primera canción sobre el poema «La más bella niña» de Luis de Góngora. Ocho años después realizaría su primera grabación con poemas de este poeta y de Lorca. Ese disco se convirtió en un «clásico» utilizado por los profesores de lengua como material pedagógico y por los defensores de las libertades como un símbolo de resistencia cultural. De esto último no nos enterábamos.

Mi padre hacía su doble jornada: tras llevar la ambulancia de la Casa de Socorro enganchaba a barnizar en la carpintería que había frente a nuestra casa y mi madre cosía mangas de anoraks mientras por el transistor nos consolaban leyendo las respuestas a las cartas que recibía Elena Francis en su consultorio.

Cuando cumplí los diez años nos hicieron cantar de repente el “bendita y alabada sea la hora” (una versión anterior a la de Ixo Rai, como más clásica) y me pusieron en el coro del colegio. Hala, cuatro domingos de mayo a cuatro comuniones cada uno, veinticuatro misas. Si multiplicas por doscientas obleas… Me pierdo. Se llevaban entonces los salmos de Manzano que nos ponían ininterrumpidamente durante las clases de dibujo que duraban dos horas, “qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del señor…”

Mientras tanto Joaquín Díaz González hacía un viaje a Estados Unidos y actuaba por las universidades de Harvard, Austin y Boston y años más tarde daba conferencias y recitales en clubes como Troubadour (Los Ángeles) o Ash Grove (Los Ángeles) y su erudición era premiada con el nombramiento de Ciudadano Honorario del Estado de Texas. Ni qué decir tiene que de esto tampoco nos enteramos.

Mi madre estaba ufana de lo bien que cantaba su chico y mi padre… más bien no era de ir a misa, y menos a Harvard o Austin. En casa las tres cassettes mantenían su constante pedagogía. «Alfredo y sus amigos» seguían dando la vuelta por España, la Pradera seguía huerfanita viviendo sola en el palmar y los legionarios con la cabra no se movían de la carátula que, eso sí, iba perdiendo los matices de su color original.

Aquel año salió el segundo disco de la colección «España de hoy y de siempre» con poemas de Rafael Alberti, Luis de Góngora, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Miguel Hernández y Francisco de Quevedo. Otro clásico de Francisco Ibáñez Gorostidi, sí, sí, Paco Ibáñez, acertaste, que en febrero del año siguiente, en el 68, antes de aquel mayo francés que nos glosaría más tarde Ismael Serrano dio su primer concierto en España, en Manresa, y llegó a cantar en la tele, en la única, «Andaluces de Jaén«, de Miguel Hernández. Después se quedó en Barcelona donde conoció a José Agustín Goytisolo, amistad convertida en colaboración íntima. En Barcelona llevaba unos años ya sirviendo mi tía Carmen en casa de unos señores que hablaban distinto y la llamaban desde el comedor con una campanilla, instrumento que yo ya dominaba pues mosén José María me dejaba hacer de monaguillo y tras las misas de copete hasta nos daba alguna propina.

Ese mismo año, mientras un fraile se empeñaba en enseñarnos columnas de palabras en francés con un magnetofón de penoso transporte y cintas tamaño ensaimada, de Francia volvía Ismael Peña Poza para editar su primer LP en España con una colección de canciones populares y romances de los siglos XV y XVI, bajo el título de “Florilegio de España”. Ismael salía por la tele tocando una botella de anís, machacando unos almireces y entrevistando a las abuelas de los pueblos y ya había musicado los poemas de Miguel Hernández bastante antes de que lo hiciera, entre otros, Joan Manuel Serrat. Y Ramón Pelegero Sanchis publicaba su primer disco, con el poema de Espriu Indesinenter y daba dos recitales históricos más: el uno en el desaparecido Price, en un festival a favor del movimiento obrero, y otro en la Facultad de Económicas de Madrid. Llevaba seis años cantando pero se alejaba de la manera de hacer «a la francesa» de Els Setze Jutges y ofreciendo una visión del mundo que no provenía de la burguesía barcelonesa de donde salían Josep Maria Espinàs, Delfí Abella, Enric Barbat y compañía, sino de las clases trabajadoras valencianas.

Te confesaré de nuevo que yo…de esto… ni idea. Al barrio de la Magdalena de Zaragoza no llegaban estos ecos de sociedad. Eso sí, desde el coro, misa tras misa, andábamos cantando a Dylan y a Simon and Garfunkel sin querer, a la altura del ofertorio y el padrenuestro. El concilio Vaticano II empezaba a dar sus armónicos frutos: alguien había adaptado Blowin’ in the wind y The sounds of silence y en eso andábamos dale que te pego. Más profano, y para seguir nuestra formación musical autodidacta, entrenábamos por las calles con “A los que hirió el amor” de Pedro Ruy Blas o con el “Corpiño xeitoso” de Andrés do Barro.

Algún amigo consiguió una guitarra y con unos dibujillos de trastes y puntos negros íbamos desentrañando algunos acordes. A ver, el do y el sol dominaos pero el fa, copón, el fa, si hay que pretar este dedo. Tócala en la. Y empezaba a jurar el de la flauta que no sabía tapar los agujeros a la mitad y ni te cuento el de la armónica que había invertido las propinas en una Hohner afinada en mi. Más tarde me enteré de que Javier Mas, que sustituyó a Toti Soler y a Lautaro Rosas en los discos y actuaciones de María del Mar Bonet y que acompañó a Leonard Cohen en sus últimos conciertos, también por aquellos tiempos experimentaba con su guitarra en la parroquia de San Gil. Genialidad que ha heredado su hijo Mario a la vera de Silvia Pérez Cruz. Por cierto, en enero María del Mar había editado su “Què volen aquesta gent”, de la que tampoco supimos nada hasta que la censura se la permitió diez años después.

 

 

Bolea, un atardecer de 1972

Mientras tanto Manolo, ya experto barnizador, y Cándida habían hecho un poco de sangre y con esos ahorrillos compraron una casita en Bolea, el paraíso de mis veranos, el edén frente al asfalto zaragozano. Mi voz cambiaba a registros más graves, tras algunos naturales y hormonales gallos, adiós al coro, y se ampliaba tenuemente la colección de cassettes, a veces grabando con el micro delante de la tele el festival de eurovisión o ante el altavoz del tocadiscos de algún vecino tolerante sus coros de zarzuela.

Ya era bachiller y en el colegio nos proponían excursiones con monitores muy responsables, exalumnos que, como ya estudiaban medicina y filosofía, nos contaban eso de la sexualidad y nos hablaban de Sartre y de Camus y, en voz más baja, en qué consistía un sindicato. Cada sábado nos sugerían largas caminatas como entrenamiento para la javierada (una matada que acababa en un cine de Pamplona donde dormíamos alguna película tras vomitar el bocadillo) en las que desde los arcenes de los alrededores de la ciudad sonaban los himnos de la OJE (tira, a buscar por internet), “si madrugan los arqueros, taríii,…”, “montañas nevadas, banderas al viento”.

En una de esas, propuse realizar una salida hasta Bolea, que si tenía una colegiata muy chula y se podía subir a Gratal, que si acercarnos a Loarre y hacer noche en Fuenfría y subirnos el Puchilibro. ¡Ah, amigos! Allí que nos fuimos.

Tras los pertinentes consejos  de Cándida y Manolo (no fuméis, mira que luego todo se charra, apagad bien la chaminera, el vino ni tocarlo) y con la aquiescencia de los responsables monitores ahí que nos plantamos tras superar los badenes de la antigua carretera y las bromas de Pallás, que entonces hacía la ruta hasta Ayerbe.

El mosén había conseguido acondicionar un local, al lado de la herrería de Aurelio, donde se jugaba al ajedrez y se pasaba el rato alejados del pecado. No recuerdo si se podía beber algo, lo que sí recuerdo es a Olga con una guitarra y a Paloma y a nosotros alrededor cantando: me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá,… había una vez un lobito bueeeno… y poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto, cuando ya nada se espera…

Ahí empecé yo a entender algo. Goytisolo, Celaya, Quevedo, Cernuda, Federico, Alberti, Gloria Fuertes, Carmen Martín Gaite… Vaya tarde en el club del mosén. No es consciente de la compuerta que nos abría. Nunca he creído en eso de que hay un antes y un después pero lo cierto es que esa tarde en el club del mosén hubo una borrachera de versos y melodías cuya resaca aún perdura.

Al volver a Zaragoza nos faltó tiempo para acercarnos a la librería López, en el Tubo, con su suelo de madera crujiente, a escudriñar las ediciones que iban apareciendo de esos poetas y a Linacero, justo en la misma acera a su derecha, que tras una inundación abarató discos y cassettes, y fue la ocasión que aprovechamos para nutrir nuestras escuálidas bibliotecas y ávidas orejas.

Un año antes Hilario Camacho había publicado “A pesar de todo”, que incluía una de sus canciones más populares: Los cuatro luceros. Había abandonado sus estudios de Económicas y recorrido Suecia, Inglaterra y Holanda con su guitarra «procurando resolver el problema de la existencia». Y ahí volvíamos a que si Sartre o Camus. Hilario pasó por el Pignatelli con sus barbas y sus armónicas rematando la apertura de aquella compuerta que nos entreabrió un lobito bueno en aquel club postconciliar. En el mismo escenario disfrutamos de Pablo Guerrero y su “Tiene que llover a cántaros” o su Pepe Rodriguez, el de la barba en flor”. Aquel dichoso 72 se había presentado en el Olympia de París Amancio Prada, de telonero de Georges Brassens. Cinco años más tarde, en el Matadero, con el inefable Gattioni al cello, nos sorprendía y desazonaba con el Cántico Espiritual.

En marzo del 73 La Bullonera participó en la Primera Semana Cultural Aragonesa junto a Tomás Bosque, Labordeta y Joaquín Carbonell. Teníamos 16 años, ni un duro, curiosidad por todo y la brújula ya apuntando hacia la izquierda. A los conciertos había que ir con deportivas y ropa ligera, a la salida siempre había unas carreras de obstáculos organizadas por unos tipos grises a caballo. Estuvo muy de moda este deporte aquella década, hoy lo llaman running, pero no es la misma emoción.

Si las notas escolares no eran malas las propinas eran más negociables y, no como ahora, por la ciudad había unas cuantas tiendas de discos y bastantes más librerías que en la actualidad. La docena de amigos nos íbamos especializando. Algunos contemporizábamos los cantautores con la música clásica, otros el rock sinfónico y la psicodelia. Continuaban nuestras escapadas  al monte y por los mallos de Riglos, ya fumábamos, se mezclaba el Pyramid de Alan Parsons con aromas de canuto y por la falda del Anayet algo más que el Winston con el Pictures for an exhibition de E, L & P.

Al anochecer plantábamos la tienda de campaña que aún nos prestaba el colegio, al lado de algunas otras, qué tiempos, no había normativa, desde las que se escapaban sonidos curiosos. Vascos y catalanes gustaban de nuestro Pirineo y nos sugerían algunas sendas y no solo forestales. Mikel Laboa Mancisidor había publicado su disco “Bat-Hiru” en 1974 que fue elegido «Mejor Disco Vasco de la Historia» por una votación popular de El Diario Vasco hace unos pocos años. Cuando algún licor era compartido alrededor la común hoguera, alguien se arrancaba con el Txoria txori, que ha sido interpretada hasta por Joan Báez. El 11 de julio de 2006 Laboa ofreció su última actuación, teloneando a Bob Dylan en San Sebastián.

O si nos poníamos a buscar las Pléyades o las Osas sobre la hierba otro comenzaba a tararear I si canto trist compuesta poco después de la muerte de Salvador Puig Antich por Lluís Llach i Grande. TVE grabó un recital de Llach pero su emisión fue aplazada a última hora porque el cantante se había dirigido al público íntegramente en catalán, eso que yo escuchaba donde mi tía Carmen andaba de criada, sí, donde mis escarceos con la campanilla me propiciaron alguna sanción materna.

Menudo año el 74. Labordeta había sacado el Cantar y callar, cuyas letras habíamos memorizado con algo más que entusiasmo y en el 75 sacó el Tiempo de espera. 1975 llegó con muchas más sorpresas. Servidor andaba ya cursando magisterio, haciendo las prácticas en un patronato donde la pregunta al llegar cada mañana indefectiblemente era: ¿Se ha muerto ya?

Apareció el Viatge a Ítaca de Llach, basado en textos de Kavafis que se convierte en su disco más vendido hasta entonces con 150.000 copias.

Cantábamos sin saber de quién era, convencidos de su familiaridad con Los cuatro muleros o de yo me subí a un pino verde la del “Gallo rojo, gallo negro”, que desde hace un tiempo vuelve a sonar en versiones de Silvia Pérez Cruz. Hasta que supimos de un tal Chicho Sánchez Ferlosio, hermano del novelista Rafael Sánchez Ferlosio e hijo del ministro de Franco Rafael Sánchez Mazas. Afiliado al PC comenzó a grabar una serie de canciones conocidas como Canciones de la Resistencia Española: su primer gran éxito, clandestino, fue la denuncia del fusilamiento de Julián Grimau. Consiguió algo muy ansiado por los cantautores: la total aceptación del pueblo de sus canciones, como si siempre hubieran estado ahí.

La noche del 2 de agosto de 1976 muere Cecilia (dama, dama, un ramito de violetas, mi querida España) en un accidente y Joaquín Díaz (si me quieres escribir ya sabes mi paradero), con quien compartía actuaciones, deja los conciertos para dedicarse a investigar y grabar con sus virtuosos vecinos del encantador pueblo de Urueña, Luis Delgado y Amancio Prada.

Al año siguiente, hace ahora cuarenta años, las canciones del verano fueron: El jardín prohibido de Sandro Giacobbe, Que pasa contigo, tío de Los Golfos y La Ramona de Fernando Esteso. Decididamente, algo estaba cambiando en este país. Yo hacía la mili y en la sinfonola de la cantina del cuartel no encontré nada de Dylan, de Seeger, de Paxton, de Peter, Paul and Mary. Ni de Bach. Y eso que el aria de las Goldberg cabía en la cara de un single.

(Aprovecho para enviar tremendo agradecimiento de corazón a Olga, a Paloma, al espontáneo coro de aquella tarde en aquel club y a José María Cabrero, que nos hacía sudar subiendo a la ermita de la Trinidad o a San Cristóbal y que sigue glosando las historias de la colegiata de Alquézar a quien por allá se acerca)

 


 

PACO BAILO

PACO BAILO

PACO BAILO

Maestro. Ha realizado su labor en escuelas de Caspe, Zaragoza, Litera, Fraga, Torrente de Cinca. Actualmente trabaja en el centro de adultos “Casa del Canal” en el barrio de Torrero de Zaragoza. Colabora con la Escuela de Verano del Altoaragón y la asociación intercultural El Puente. No sabe solfeo pero está convencido de que la música es un lenguaje universal. Sabe que pensamos con palabras y cada día estima más el silencio.