“Do not go gentle into that good night”
Dylan Thomas

El valor de un plano lo decide su final. No hay que preocuparse mucho por lo que significa un plano hasta que no ha dado paso al siguiente y ha sido borrado del flujo del tiempo. Y el siguiente plano puede ser absolutamente negro. La desaparición.

Hay algo casi místico, ciertamente, en la gramática del cine. La persistencia de la visión es la que transforma las veinticuatro imágenes por segundo en “algo tan parecido a la vida que no es muy disinto de ella” [1], y así, cuando el plano se mantiene quizá algo más de tiempo de lo que la vida contemporánea nos acostumbra a contemplar las cosas y el mundo –de ahí la trascendencia de los experimentos de James Benning, filmando cielos y lagos en planos observacionales, estáticos, durante tantos minutos que convierten el visionado en experiencia [2] –, sentimos que el significado del plano se aleja tanto de la vida que parece entrar en el universo de los sueños.

Desde un punto de vista metafísico, todo cineasta rueda bajo la determinación de que la sucesión de imágenes que ponga en forma esté a la altura del momento en que la pantalla va a negro. Todo lo que precede al negro está bajo el persistente escrutinio del instante de su desaparición. Y aquí, el cine es también algo parecido a la vida, pues cualquiera podrá convenir que todo lo que hacemos lo hacemos bajo la conciencia de la mortalidad.

No nos referimos en este caso a los cortes a negro que expresan una elipsis, un cambio de escenario, un desmayo subjetivo o un nuevo capítulo en el relato. Nos referimos, como más adelante se comprobará, a la muerte de una película. Al negro como final.

La mayor parte de las películas no contemplan la elocuencia del último plano en negro. No forma parte de la escritura fílmica, menos aún del guion. Es apenas un destino obligado. Ni siquiera consideran que forme parte del relato, que sea un trozo más del film, tan valioso al menos como cualquiera de los planos que le preceden.

A esa muerte se puede llegar suave o violentamente. Mediante fundido o mediante corte. A continuación me detengo en el análisis de un fundido y un corte a negro que llenan el relato de un significado que trasciende mucho más allá del protocolario final. El negro arroja luz cuando la luz se desintegra.

 

  1. EL FUNDIDO

El caballo de Turín (2012), de Béla Tarr

En el fundido, una imagen se convierte en otra. En el fundido a negro, una imagen es devorada por la oscuridad. Es lo que en término anglosajón se conoce como el fade out, es decir, el gesto de desaparecer. Quizá el húngaro Béla Tarr imaginó el fundido a negro más elemental, (meta)físico y perfecto de la historia del cine. Fue su último gesto, también, como cineasta. Después de El caballo de Turín, aseguró, ya no volvería a hacer cine, porque “ya he dicho todo lo que tengo que decir”.

Recordemos que el film sigue sin descanso ni distracciones, con una atención casi morbosa, la rutina del dueño del caballo que enloqueció a Nietszche en una plaza de Turín el 3 de enero de 1889. Se supone, como nos informa una voz en off (sobre negro) en el arranque de la película, que la fábula comienza allí donde el suceso protagonizado por el filósofo alemán que preconizó la muerte de Dios se convierte en anécdota, para nunca más volver a él. Es el pretexto, la inspiración, para adentrarnos en el mundo del caballo, su propietario, Ohlsdorfer (Jáns Derzsi) y su hija (Erika Bók).

Ese mundo pequeño y hostil, recluido en una casa de piedra aislada en un páramo, es el lugar escogido por Tarr para experimentar el Apocalipsis. Toda la película, fotografiada en blanco y negro por el alemán Fred Kelemen, es un consciente ejercicio de dialéctica entre la luz y la oscuridad, una batalla entre las intensidades y los desvanecimientos de la iluminación, entre la presencia y el vacío. El trabajo sonoro, a su vez, es tan narrativo y poético como el trabajo visual. Los diálogos están cuidadosamente medidos, pues las palabras solo podrían atenuar el poder de las imágenes. Una tormenta de entidad bíblica se cierne sobre los personajes en los seis últimos días de la existencia.

La pobreza extrema se manifiesta en la rutina. Tarr retrata a sus personajes, incluso al caballo (cuyos esfuerzos ocupan el hipnótico plano secuencia que abre la película), como cuerpos en perpetua lucha por la supervivencia. La coroporeidad de la imagen convierte algo tan cotidiano como extraer agua del pozo en un acto heroico, peligroso. La hija viste y desviste al padre, lava la ropa, pone la comida a hervir, lee con dificultad el Libro de las Revelaciones: “La mañana dará paso a la noche. La noche terminará”.

La escena medular y recurrente del film, filmada desde varios ángulos, es la de ellos dos comiendo patatas cocidas en la mesa, motivo que pintó Van Gogh cuatro años antes del incidente en la plaza de Turín –Comedores de patatas (1885)–, y que como el film, emana como un complejo estudio sobre las incidencias, inclinaciones, intensidades de la luz.

Los prodigiosos diez últimos minutos de El caballo de Turín merecen una consideración especial en el modo en que la oscuridad invade el plano hasta colonizar todas nuestras percepciones. Las miserables existencias del padre y la hija granjeros que protagonizan el relato seguirán ocupando el plano cuando ya no podamos verlos, cuando ya ni siquiera ellos puedan verse a sí mismos.

¿Qué es esta oscuridad, papá?”. Con esta pregunta se adentra el filme en la larga noche de los tiempos. En la densidad de lo negro, que el espectador también percibe, detectan los personajes algo más que la simple noche relevando al día. Es una oscuridad pastosa y tozuda, que se resiste a ser alterada. La tormenta ha oscurecido la tierra. Así al menos lo entendemos. Sobre todo después de que un vecino le explique a Ohlsdorfer (y de paso al espectador) que “todo está en ruinas ahí afuera” y que “la civilización se ha degradado”. El viento silba con ecos arcaicos, desde una lejanía que es inmediata, con gritos de mujeres en sus entrañas. El fuego, como en la edad primitiva, adquiere una cualidad mística.

El espectador debe avanzar a tientas en el registro de lo cotidiano. Como los personajes, los planos van cediendo cada vez más espacio al negro absoluto. La inmediatez física del film da paso a cierta ensoñación. Los rostros son espectros, las siluetas pura fantasmagoría. El plano de la hija sentada en la cama, mirando no se sabe dónde, deja medio lienzo a su espalda en la tiniebla. En la esquina superior derecha, la única fuente de luz en la estancia: un candil emitiendo su temblorosa llama.

vlcsnap-2015-10-17-23h30m49s791Es el plano que precede al plano definitivo, el plano hacia el que ha ido construyéndose y avanzando toda la película. El único de todo el bloque que da protagonismo a un solo objeto. El único plano detalle. ¿Por qué? Acaso porque será el plano que desafíe la lógica de las leyes naturales, las leyes de la luz. A pesar de que la lámpara está recién cargada de combustible, la llama se desvanece. Es un fundido a negro diegético, esto es, la luz también se extingue dentro del relato, no solo para el espectador. No se trata de una intervención en el montaje. El perfecto fundido a negro.

Padre e hija, sin comprender qué esta ocurriendo, tratarán vanamente de prender la lámpara. La luz se resiste a iluminar, como sofocada en un espacio sin oxígeno. Incluso las ascuas del fogón han desaparecido, señala la hija. La luz no quiere existir.

¿Qué es todo esto?”, pregunta ella. Entonces, como si la acción dentro del plano ya no pudiera dar cuenta de la excepcionalidad del momento, que en un instante se ha colocado a la altura de la solemnidad con la que ha ido revelándose la historia durante los 140 minutos precedentes, reaparece la voz, grave y cavernosa, que ponía en marcha la fábula: “Podemos oírles arrastrar sus cuerpos a las camas. Podemos oírles reclinándose sobre ellas y cubriéndose con las sábanas. Podemos oírles respirar. Solo su respiración. Silencio absoluto afuera; la tormenta ha terminado. El silencio absoluto también se adueña de la casa”. Son dos minutos y diez segundos en absoluta oscuridad.

Súbitamente, el habitual rótulo que divide el relato en capítulos diarios reaparece: “Sexto día”. También lo hace la inquietante, tensa, minimalista cadencia musical compuesta por Víg Mihály. Entonces, suavemente, mediante un tenue fundido de entrada desde las tinieblas (fade in), va tomando forma el último plano del film. Es también el más misterioso, a pesar de que ese mismo plano, desde el exacto punto de vista, se ha repetido en varias ocasiones a lo largo de la película.

vlcsnap-2015-10-19-01h40m50s371“Tenemos que comer”, dice el padre. Sentados a la mesa, entendemos que ya es un nuevo día, pero la tenue luz que alumbra la escena no es una luz diurna procedente del exterior ni tampoco una luz de llama procedente del interior. Al fin y al cabo, el Libro de las Revelaciones se equivocaba: la noche no ha dado paso a la mañana. ¿Qué luz nos permite verla? Solo aquella que, por razones poéticas, el cine nos concede. Los personajes no pueden verse, no se miran, tienen la mirada petrificada, perdida, sobre el plato. Son estatuas y son fantasmas. Durante tres minutos exactos en los que el plano se sostiene y se dilata, desafiando el tiempo, asistimos a la resistencia de un cineasta por abandonar su último gesto como cineasta. Vemos aquello que no veríamos si estuvieramos allí.

La imagen se desvanece tal y como se reveló, lentamente. Entonces ya sí. El negro total no solo representa el final de la película, sino el fin del tiempo, el fin de la vida, el fin del cine (al menos para el autor húngaro). Los veinte segundos del negro final, antes de que aparezcan los créditos, concentran la medida de la eternidad. La película nos ha conducido hasta la noche infinita.

Esta escena es exclusivamente cinematográfica, dado que depende de manera crucial de la sintaxis fílmica y ha sido inspirada por el tiempo y la luz, los temas más perdurables y huidizos del cine. No habría manera de captar ese manto de oscuridad, y sus resonancias metafísicas, en una novela.

El caballo de Turín coincide en el tiempo, los primeros compases del tercer milenio, con toda una serie de producciones, tanto procedentes de Hollywood como del cine de autor más inquieto, que fabularon con el Armageddon de todas las formas posibles y mediante toda suerte de cataclismos espectaculares. Béla Tarr demuestra que el mejor efecto especial para recrear el fin de todas las cosas, el más aterrador, es un simple, elemental, perfecto fundido a negro. Ingresamos en el vacío, la nada.

Fundido a negro.

 

  1. EL CORTE

Los Soprano S06E21 – “Made in America” (2007), de David Chase

El corte es en el cine una unión, una sutura, de una imagen con otra. El corte a negro, desde su violencia, es un gesto de clausura o de abandono. Ningún otro corte a negro ha sido tan comentado, celebrado o vilipendiado, como el que ponía punto y final a los ocho años, las seis temporadas, los 86 capítulos de la serie Los Soprano (1999-2007). Un corte a negro capaz de deflagar toda una explosión cultural.

Como en El caballo de Turín cinco años después, también es la escena de una comida familiar, desde un tiro de cámara similar, la última del relato. De ahí, al negro que todo lo expresa, el plano en negro más interpretado y controvertido de la historia del audiovisual. También, probablemente, uno de los más arriesgados con el que cualquier director se haya atrevido a afianzar el desenlace de su obra. La confianza que el final deposita en la inteligencia cinematográfica del espectador está en todo caso en consonancia con la que había venido depositando a lo largo de los ocho años de la serie, que como sabemos propulsó la teleficción a un nuevo nivel de calidad y de popularidad.

sopranosLo cierto es que la puesta en escena, que también se ocupa del montaje, de esta última secuencia de la serie es una composición tan elaborada que no podemos si no admirar el modo en que su ingeniería semántica fluye con tanta naturalidad. Es una secuencia extroardinariamente orgánica a pesar de que, como se puede comprobar, está construida desde la noción del punto de vista subjetivo. De ahí, entre otros motivos, el peso de su tensión. Hay tantos planos en ella que pertenecen al campo de visión de la narración omnisciente como al exclusivo campo de visión de Tony Soprano (James Gandolfini).

sopranoasopranosoprano1bsoprano1Cuando entra en el diner Holsten, Tony se planta en la entrada y estudia rápidamente el espacio para escoger el lugar donde sentarse, desde el que poder controlar la entrada al local. El punto de vista subjetivo se enfatiza con el primerísimo primer plano de su rostro. El plano general del restaurante bien puede concentrar la imagen del sueño americano, en el que Tony se inscribe, retratado en medio de él, enterrado por el sueño. En adelante, serán varios y relevantes los distintos planos subjetivos: aparte de la elección en el jukebox del tema que sonará (Don’t Stop Believing, del grupo Journey), cada vez que alguien entra por la puerta –anunciado en la dimensión sonora con la campanilla– el montaje nos traslada al campo de visión de Tony.

soprano6Evidentemente, la función de estas imágenes subjetivas, en ningún caso enfatizadas aunque sin dejar lugar a equívoco, pasa por que el televidente viva la escena en la piel del protagonista. Es especialmente significativo que el momento en que AJ Soprano (Robert Iler) entra en el bar, lo haga detrás de otro hombre, de manera que la distracción de Tony, que no presta atención a ese hombre con la chaqueta gris, queda justificada.

Entramos aquí en el debate, pasto de fans hasta el día de hoy, sobre si Tony es asesinado o sigue vivo. Lo cierto es que carece de verdadera relevancia, pero desde el análisis puramente gramatical, la secuencia da a entender que, efectivamente, el líder de la mafia de Nueva Jersey con el que hemos convivido durante ocho años es abatido en el plano final. David Chase, creador de la serie y guionista y director del capítulo final, decide evitarnos el derramamiento de sangre. Ese hombre que entra en el restaurante por delante de AJ es el actor Paolo Colandrea, que nunca antes ha aparecido en la serie. Si bien hay varias indicaciones que apunta a que es un sicario. En los créditos, se le identifica como el “Man in Members Only Jacket” (Hombre de la Cazadora Solo Miembros), que bien podría ser una simbólica referencia a un “miembro de la Mafia”. El primer capítulo de la última temporada se titula “Members Only” y termina con Tony Soprano siendo disparado.

La pista más evidente en la argumentación de la teoría del asesinato –tan obvia, de hecho, que puede producir el efecto contrario: invitarnos a desestimarla– se concentra en los insertos de este hombre espiando la mesa de los Soprano y en el modo en que el plano de la cena familiar cambia radicalmente de eje y de altura para que podamos ver cómo entra en el baño, en lo que sería una referencia implícita a la famosa escena de El Padrino (1972) de Francis Ford Coppola, no en vano la preferida de Tony, según revela en el episodio “Johnny Cakes”, el octavo de la última temporada.

“Céntrate en los buenos tiempos”, vendría a ser, en tal caso, la última reflexión que mantienen padre e hijo. Un mensaje con manifiesto carácter conclusivo que parece dirigido al espectador. Lo siguiente, tras las dificultades de Meadow Soprano (Jamie-Lynn Sigler) para estacionar el coche, es la entrada de la hija en el restaurante. En ese instante, el contraplano de Tony mirando a la puerta, fugaz, en movimiento, retirando la mano del jukebox, es abruptamente interrumpido por la pantalla en negro y el silencio total.

En el capítulo “Soprano Home Movie”, mediada la sexta temporada, Tony mantenía una conversación con su cuñado Bobby que la serie recuperaba en los instantes finales del penúltimo episodio, “The Blue Comet”. Bobby comentaba cómo en su línea de negocio la muerte acecha en cualquier instante, que puede llegar sin aviso, sin ni siquiera poder escuchar el disparo (la velocidad de la bala es superior a la del sonido). “Probablemente ni siquiera nos enteremos cuando ocurra, ¿verdad?”, pregunta Bobby.

Siguiendo la lógica de la secuencia y su empleo intermitente del punto de vista subjetivo, lo más consecuente es asociar ese corte a negro que clausura Los Soprano como el último plano subjetivo de Tony. La sutura entre ambos planos es muy clara, su relación es directa. La violencia del corte representa el justo instante en el que el ser más amado y despreciado de la teleficción deja de ver y deja de escuchar.

soprano11soprano12Como indica la canción escogida, amputada también por el corte a negro (¿porque Tony ya no puede oírla?), no hay que dejar de creer –Don’t Stop Believing– porque en verdad el significado del final puede ser de cualquier manera que nosotros queramos –Any Way You Want It–. Ese es el verdadero viaje, la auténtica aventura.

soprano2Más que clausurar la serie, el apagón envía a Los Soprano a la posteridad. Los diez segundos del plano en negro en completo silencio, antes de que aparezcan los créditos, también, como ocurre en El caballo de Turín, concentran la medida de la eternidad.

Corte a negro.

 


Notas

[1] Thomson, David: Instrucciones para ver una película, Pasado y Presente, Barcelona, 2015.

[2] Ten Skies (2004) y 13 Lakes (2004)


 

 El autor

carlosreviriegoCarlos Reviriego. Coordina la sección de cine de El Cultural (El Mundo) desde 1999 y fue Redactor Jefe de Cahiers du cinéma. España de 2007 a 2010, durante los años de su fundación. Actualmente es miembro del Consejo de Redacción de Caimán Cuadernos de Cine (la misma revista que fuera Cahiers du cinéma. España) y colaborador habitual en sus páginas, además de publicar To be continued…, un blog semanal sobre series televisivas y otros fenómenos audiovisuales. Docente en la Escuela ECAM y profesor invitado en varios  centros universitarios, fue Director Artístico del Área de Cine de la Escuela Universitaria TAI (Madrid) de 2012 a 2015, y actualmente es miembro del Comité de Programación del Festival de Cine Alemán de Madrid. También he sido parte del equipo de programadores del Festival Mapfre 4+1 y DocumentaMadrid.